Mi amigo, hoy no me ha
costado nada encontrar el castillo. ¿Te acuerdas? La última casa de
la urbanización, junto a la que he vuelto a aparcar el coche, tiene
ahora la fachada descascarillada y un aire de orfandad que hace
pensar en que su propietario ha sido por fin detenido, deportado y
procesado en su país por blanqueo de capitales. Las jaras y los
pinos siguen cortejándola, con esos olores que junto a las
madrigueras humanas inquietan, secuaces como son del fuego, y a los
pocos metros de ellas desbloquean algo adentro, tibio, carnal, niño.
El camino se le ha hecho hoy
más largo a mi memoria que a mis piernas. A lo mejor porque sin duda
estoy más fuerte que entonces. A lo mejor porque aquella vez no
parábamos de hablar, y cuando la charla es rica, no es raro que el
camino se enrede, se desenrolle y se expanda. O a lo mejor porque, al
andar, los pies escriben una crónica que se queda en
depósito en el cuerpo. Esas son mis teorías, de mayor a menor grado
de verosimilitud. ¿Y mi fe? Mi fe, que no tiene que justificarse
ante nadie, sabe que tú y yo permanecemos en ese camino de alguna
forma. Así que me han guiado nuestros espectros. Que, oye, parece que no se
han quemado.
No te lo quería decir, antes
de rememorar aquella exuberancia. ¿Te acuerdas, todavía te
acuerdas? A cada lado de la pista, maraña. Dentro de nosotros,
también maraña. Toda esa vegetación verborreica, incontinente,
amontonándose sobre sí misma: hojas pinchosas, coriáceas,
espinosas, pringosas, anchas, escamosas. Creo que te sorprendió un
poco semejante exceso de verdes y de cerros, aquí, a dos pasos de
los cuerpos embadurnados con bronceador de zanahoria. Yo supongo que
me encogí de hombros. Cuando naces rica la fortuna es imperceptible.
Bien, pues aquello ya no
existe. Al menos aquella combinación concreta de átomos,
organizados bajo la apariencia de pinos, matorrales, hierbas
anónimas, aceites aromáticos. Dicen que la memoria es vida y tal,
pero, amigo, casi todo el trecho que lleva al castillo se quemó este
verano. Todavía huele un poquito a ceniza. Mi placer culpable. Mundo
negro, abstracto, despojado. Los pinos muertos en pie, como el Cid;
algunos pocos alcornoques disimulando: protagonistas de una historia
distópica que sobreviven escondiendo la última garrafa de gasoil
del planeta, el último puñado de trigo, el último útero que
funciona. He visto raíces quemadas en los taludes: qué criatura
insaciable, el fuego. Le he preguntado a nuestros espectros qué pasó
con las lombrices, qué fue de los animales no alados.
¿Pero puedes creerte que no
he podido sentir pena? Mi clorofilia es vehemente, lo sabes. Pero un
ecosistema quemado sigue siendo un ecosistema. Otra maraña de
relaciones, quizás no tan obvia para el ojo acomodado. Me he sentado
en una piedra sin miedo a teñirme el culo y el corazón de negro. Me
he obligado a dedicarle el mismo tiempo a lo que mis juicios nombran
como desolación que a lo que nombran como belleza. Y he creído ver
espectros vegetales, también, por todas partes. Tímidos rebrotes de
lentisco y brezo. Pájaros de los bordes que harán lo que tengan que
hacer con las semillas. Todo un futuro maquinándose.
Después he seguido andando
hasta el castillo. Que ni entonces ni ahora es tal, sino unas pocas
piedras alineadas, y una rara, ilógica, indiscutible energía
telúrica. Ni tú ni yo volveremos a ver el paisaje que llevaba hasta
allí, más que en nuestros recuerdos. Quizás tampoco hablemos de la
manera arbolada en que lo hacíamos antes. Pero la pena por lo
perdido es una forma de presunción humana. Otro año cae en nuestros
flacos calendarios. Y seguimos caminando por donde ya una vez
caminamos. Vamos dispersando semillas. Rebrotando.
Lo de ahora y lo de antes. El negro no quiere salir en fotos. |