lunes, 16 de diciembre de 2019

No era denigrante, sino reverencial



Mear en el campo. Hablemos un momento de eso. Madre, yo tengo en cuenta siempre los modales que me has inculcado. Pero párate un instante a pensar en el recorrido que tiene que hacer una molécula de agua antes de ser excretada por tu uretra. Desmadeja el ovillo desde tu uréter a tu vejiga riñón sangre, estómago, a tu boca, a ese vaso bonito con relieve comprado en una tienda de segunda mano, que perteneció antes a una lady de Sussex, a la esforzada red de saneamiento del lugar donde vives, al embalse ladera torrente pedazo de peridotita copa de pino metros de atmósfera cúmulonimbo océano atlántico. Estremece. Orina y oro no comparten etimología, pero, entre tú y yo: son familia.

Cuando mi feminismo era más histriónico (todo lo histriónica que puedo ser yo, que pese a las elecciones de mi corazón, soy más curruca que abejaruco) y a la vez, o por eso mismo, más sospechoso, solía considerar que mear en cuclillas era humillante. No sólo la vulnerabilidad de la postura, sino la orden remota de ocultarse, la exposición de carne vedada, la oferta casi. Mear en el campo con temperaturas negativas, contra ventiscas de Antiguo Testamento. Con el cuerpo metido dentro de tres prendas con cremallera, y el abuso de tener que abrir ca-da u-na de ellas para poder remeterme el polo dentro de los pantalones. Volvía de mi escondrijo en esas ocasiones azul y colérica, comprendiendo la historia entera del patriarcado en la verticalidad libre de lastres con que mi compañero soltaba su parabólico chorro. Y envidiaba la manejabilidad de su aparato excretor con una intensidad muy poco feminista, supongo.

Pero tranquilidad, compañeros, no es preciso que protejáis vuestras cosas. Yo ya no codicio nada que no me venga de fábrica. Quizás unas articulaciones de azor, la piel de un manatí, las pupilas de un gato... ¿Pero una cánula? No, gracias, no me hace falta. Mear en cuclillas también tiene sus ventajas.

Apartarme, por ejemplo: con el tiempo he descubierto sus encantos. Por elección o deriva profesional, hace mucho que no ando sola por el monte. Mi relación con la naturaleza ha perdido muchos enteros de intimidad, se ha laminado. Por eso, aunque tenga extrema confianza con la persona que me acompaña, busco siempre lugares retirados, no para esconder mis carnes, que a mí ya plin, casi, sino para abrazarme furtivamente al aire. La luz se engalana entonces como para una cita. El encuentro amoroso se dilata. Allí, tras aquella zarza, o allí, en la suite que forma ese grupete de encinas. Nadie nos ve, aunque se escuchen voces. Cómo he podido olvidarme tanto.

O también el hecho de perder mi altura, mi petulante perspectiva Homo. Precisamente por estar en cuclillas he visto cosas que, siguiendo en pie, no habría percibido. He descubierto el brillo depravado de un lazo, huevos caídos de ningún nido, cráneos de tejón y zorro, una paloma que alguien se había cenado, escarabajos metalizados para reinas del Antiguo Egipto, luces prodigiosas de verano. Un corzo. Mirándome. Hace unos cuantos días, mientras estaba meando detrás de un alcornoque, mis ojos se toparon con una seta impecablemente amarilla que crecía de los entresijos nunca del todo muertos de un trozo de rama seca. No la había visto nunca, y me pareció asombrosa. La red de las energías y las criaturas, ya sabes. No habría reparado en ella de no haber recortado yo mis centímetros; si en vez de ir ufana al frente, mi mirada no estuviera caracoleando distraídamente por el suelo y sus vecindades; si no hubiera parado justo en aquel punto discreto; si no hubiera interrumpido mi maníaca marcha.

Dentro de mí tengo también una voz urgente que me exhorta: “no pares”. Yo acostumbro a obedecerla cumplidamente, y por eso pararme me ha resultado siempre un poco humillante. Pobre animal, el humano ávido de camino para andar y horizonte ahí delante. Estar en cuclillas, desarmada, a mí ya no me ofende, sino que me acerca más a la tierra. Hay otras voces aún más antiguas: ven, siéntate aquí, huele lo que no se ve, toca. Deja que la red te envuelva un poco más descaradamente.


Me duermo imaginando al micelio avanzar, avanzar bajo la hojarasca, conquistar lentamente xilema y corcho, explotar.



2 comentarios:

  1. ¿Se puede hacer poesía de una meada? Se puede.

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  2. La de puntos de vista distintos que puede adquirir uno, incluso miccionando.

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