domingo, 13 de octubre de 2019

Mi espalda maestra



Parece que he perdido el hábito del impudor, en estos ocho meses. Será uno de esos cambios. Antes no habría tenido reparo alguno en contarte que buena parte de este tiempo me lo he pasado con dolores en la latitud farragosa de mis caderas. Acostumbrada a la lógica infantil del lloro, luego me abrazan, no me acordaría de que en realidad soy una criatura tímida. Me habría quejado, claro. Ahora me cuesta. Es como si hubiera empezado a replegarme, por oposición a la ley de exhibición universal vigente. ¿Te duele? Bueno, y quién le importa. Bienvenida al club de los adultos, chica.

Pero precisamente porque parece que sólo ahora me he dado de bruces contra el hecho de que soy un animal maduro, me atrevo a sumar mi daño al tuyo en voz alta. El dolor es nuestra patria común, digamos que el idioma de uno de nuestros padres. Y yo estoy aprendiendo a hablarlo con propiedad, con todas sus sutiles declinaciones y sus floridos adverbios. Si lo escuchas atentamente, el dolor sabe decir más cosas aparte del lamento. Comparto contigo lo que me cuenta el mío, por si acaso el que a ti te ha tocado se pasa de discreto.

Yo pensaba que mi dolor era así, como yo, un buen chico. Pero resulta que más que cohibido, es pasivo – agresivo. Acostumbra a decirme tú tranquila, haz tu vida como a ti gusta, yo no estoy aquí, no me atiendas, levanta si quieres el doble de tu peso desde el suelo, sigue adelante, aprieta, exprímete. Así, con voz meliflua, aceptando civilizadamente que acate sus dictados, hasta que revienta: me parte por la mitad y me obliga a que, por encima de todos mis empeños, le haga caso.

Y entonces es como el esclavo al oído del césar, recordándome que soy mortal.

Mi dolor me humilla, o me enseña lecciones de humildad, como prefieras. Las dos palabras comparten la misma raíz semántica. Como humanidad. Tal vez uno no tenga derecho a considerarse plenamente humano hasta que no se hace consciente de sus límites: hasta que no es capaz de reconocer “ hasta aquí llegan mis capacidades, hasta aquí llegan mis días”.

El dolor me informa de que, por mucho que mi mecánica mental lo niegue, soy materia. Sometida a las leyes físicas, antes que a las de la voluntad o las del parloteo interno. Mi carne reclama su posición jerárquica y se impone a mis pensamientos: lo que soy contra lo que creo ser. Soy músculo tenso, patrón de movimiento enquistado, correciones dudosas, hueso leve, desvíos de fuerzas, meandros que se terminan estrangulando. Un desperdicio de energía cuando ando, una adaptación tortuosa.


    Mi zona cero (Parece que mi pudor es historia)

En cambio mi mente prefiere decirme que el dolor es mi responsabilidad y hasta mi culpa. Que ahí, en esa posición central de mi cuerpo que apenas advierto, por no quedar a la vista, se enquistan todas mis ganas y mis planes abortados. Los paisajes que aparco, los valores vividos a medias, la furia mitigada, el ego herido, los olvidos cotidianos.

Pero el dolor me dice compasivo que esa responsabilidad que me atribuyo es una forma de arrogancia. Que está ahí porque en mi cuerpo se dan condiciones de tormenta perfecta. Cuántos países estratégicos por ahí, capitales cuyo nombre nunca recuerdas, conflictos larvados que de pronto estallan. Tobillo movedizo, pisada prona, pie plano, rodilla valga, culo de pato. Psoas tirante, cuádriceps despótico, indolencia glútea.

Eso último me hace especial gracia. Ah, el culo: mi estigma y mi medalla, mi cátedra. Si me conoces en persona, sabes de lo que hablo. Si no, te lo imaginas. Y sin embargo, mi sobresaliente culo no hace como debe su trabajo. Mi dolor me devuelve a lo que ya creía superado: soy como un bebé excesivo, ahora. Reaprendo a moverme y, antes, a despertar a mi carne. He ahí otra lección: el dolor me ha llevado de la mano a preguntarme cuántos de mis grandes territorios no andarán todavía en estado virgen, si me quedarán aún virtudes durmientes. Intuyo que esa es una de las oscuras razones de que haya vuelto a publicar lo que escribo. Mi conciencia, como mi culo, ha de ganarse su buen espacio.

Ayer salí por la tarde a la calle de verano coagulado y me comí un pastel rebosante de harinas refinadas y azúcares pecaminosos y veneno. Y después di un largo paseo por el camino que los granadinos usan para quitarse malas conciencias al respecto de sus cuerpos. Llegué a mi casa molida, porque andar es el manantial de mis daños. Pero gracias a que vivir duele, voy aceptando ya que no hay acto sin cargas, ni placer sin impuestos. Esa es la lección que más aprecio: ya no me protejo tanto. Ando hasta que pueda. Me duele. Soy como un árbol: tengo algunas ramas secas y otras que todavía brotan. Fue una tarde perfecta. Sigo andando.

2 comentarios:

  1. El dolor es una mierda venga de donde venga. Lo mejor que podemos hacer es tenerlo cuanto mas lejos mejor.

    (Otra cosa es que lo consigamos.)

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  2. Peero, como no lo vamos a conseguir, por eso de la entropía y la transformación de la materia, tendremos que cobrarle una tasa de conocimiento. Digo yo.

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