Esta vez, si me lees de nuevo, sabrás
que te estoy hablando. A ti, con tu específica combinación de
nombre y apellido, elegante como la denominación científica de una
planta. La del té, por ejemplo: Camellia sinensis.
Frase a frase te irás dando cuenta de
que tú eres tú, y de que esas dos letras unidas, t+u, logran
abarcar tu riqueza de modo mágico. Al principio tal vez te incomode.
Se te calentará la punta de las orejas pensando si no podía haber
elegido una forma de interacción más personal para decirte lo que
fuera. Pero quiero creer que poco a poco la lectura dejará de ser un
asunto de ojos. La forma se hará irrelevante, y ya no importará que
lo que es sólo para ti pueda ser cazado por otros.
Esto no será más la botella arrojada al
mar por un naúfrago, o el Patri, me gustas que cualquiera lee
a vuelacoche en un puente de la autovía. Será nuestra charla
delante de un café con tarta. O en esa playa perfecta que nos
deberíamos estar bebiendo con la mirada, en vez de parlotear como
urracas. Nos rodearán italianos demasiado bien peinados como para
resultar seres humanos creíbles. Mi tarta de requesón y membrillo
merecerá versos octosílabos. Te preguntarás cómo es posible ese
mar turquesa mientras me escuchas. Seguiré pensando que hay pocas
cosas más bonitas que unas pestañas mojadas, mientras te hablo.
Pero todo eso será sólo atrezzo. Entre
tu mente y la mía habrá puentes recios, hombro con hombro, manos
que se tocan. Así, desafiando a nuestras propias palabras,
hablaremos de lo que significa estar solo. Nos miraremos, y en el
meollo de la comunicación, sabremos reconocer que uno es uno y los
demás, aproximaciones. Que la madurez es ir aceptando la soledad
como una enfermedad que te acompaña hasta la tumba pero que no te
mata, si te acuerdas de tomarte la medicina. Un material raro: un
vacío que construye, ladrillos de aire para levantar la casa de uno
mismo. Con mi soledad yo he sabido hacer: una manera de mirar
arrebatada. Saberme insignificante y por tanto libre. El principio de
que mi vida será valiosa por lo que sepa dar, más que por lo que de
ella obtenga. Y la escritura.
Después te declararé mi admiración
rendida ante los que no temen andar por el mundo sin asirse al brazo
de otras personas. Los que viajan solos, van solos por el bosque, se
atreven a criar solos; los que llegan a casa y están solos y a lo
mejor les duele, pero no importa, porque los sentimientos no son tan
significativos como lo que hacemos a partir de ellos, o a su
costa.
Medio en broma, medio en serio, nos
retaremos a hacer solas lo que nos asusta. Y mientras estemos en
ello, nuestro puente seguirá siendo firme. La soledad, inevitable y a la vez inverosímil, esa cosa
paradójica.