Ayer. La camisa arrugada y húmeda: diez
centímetros de espalda en contacto directo con la mochila. El romero
está aparatosamente en flor. Después de una hora en el campo, el
zumbido de las abejas se asocia con las partes más blandas de tu
mente y se convierte en una seria amenaza psíquica. Uno de esos días
en los que para andar hace falta estar doctorado. Bloques de piedra
tirando a feroces, amontonados en la zona de rechazo de una cantera.
Se trata de adelantar un pie en el vacío e ir confiando. En que
tobillo y rodilla van a seguir haciendo equipo. En que el cerebro
sabrá calcular las distancias de modo que, sin parar de moverte,
sepa exactamente que ahí está lo sólido y ahí, la grieta, la
caída, el hueso astillado. En que no habrá espíritus malignos en
las piedras que a última hora las muevan. En una ilusión de
estabilidad.
Ahí, a una distancia astronómica del
mar en términos sentimentales, un malagueño me dice que se nota
que estoy acostumbrada a andar espigones. No le respondo porque
todavía no me sale hablar. Las últimas piedras las he saltado
pensando. Mal, muy mal. Porque pensar es lo contrario de confiar. En
términos evolutivos, la conciencia es como una brújula cuyo norte
fuera el peligro. Por ahí está el daño, por ahí tienes que
escapar. Y cuando estás en medio de una escombrera en pendiente, con
metros y metros por detrás donde no crece la hierba, no hay
escapatoria posible. Sigues adelantando un pie tras otro, pero sin
inocencia ya. No eres una cabra montés, sino un humano haciendo
cosas estúpidas. Pensar cuando no era necesario en absoluto.
Recordar toda una trayectoria de incompetencia física.
Sorteo el último bloque y llego por fin
a tierra blanda. Espigones, claro. ¿Cuántos años han pasado? Del
rompeolas adonde el grupo de amigas nos refugiábamos sólo quedan
tres piedras tristes que asoman en la arena como huesos. Recuerdo
mañanas sin clase ni protección solar, noches después del helado.
Llegabámos hasta la punta de la escollera y nos sentábamos con los
pies colgando. Mirábamos el mar hasta ponernos bizcas. De día las
esquirlas plateadas, de noche el caleidoscopio de la orilla. Apenas
hablábamos. ¿Para qué? Hubiéramos dicho que qué aburrido, qué
inútil estar ahí sentadas. El lugar se nos hacía estrecho. La
adolescencia era tener demasiado tiempo y no saber en qué emplearlo.
Superviviente |
Ahora entiendo que no era inútil. Había
que llegar hasta la última piedra. Aprender a esquivar los huecos
sin apenas mirarlos. Guardar la brújula del miedo en el bolsillo.
Luego nos sentábamos y la agilidad se estropeaba. Pero algo debió
de quedar. Una destreza que tengo y que sólo se ve desde afuera.
Me pregunto cuántas de esas habrá.
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