Había una casita en medio del bosque que
hace más de diez años amenazaba ruina. Así al menos la viste mi
memoria, y ya sabéis cómo trabaja esta furcia: cómo traviste,
cómo maquilla, cómo dramatiza la cosa. Mi cuerpo no ha vuelto al
lugar desde entonces. Los ojos de mi cara no han visto si se ha
combado alguna otra viga, o si el techo ha cedido del todo, y una
hipotética colonia de murciélagos ha tenido que volar con lo puesto
como criaturas de Siria. Pero los ojos de adentro sí han visto, y
para ellos todo sigue tal y como estaba. Renqueante y desconchado,
pero en pie y con el corazón indemne. Tengo unos ojos miopes pero
enamorados.
Vuelvo allí cuando no funciona ningún
otro truco para dormirme. O cuando me puede el síndrome de
abstinencia de clorofila. Siempre hay sol en mi imaginación, como
aquel primer día. La cronología del flechazo se repite. Ahora ese
juego hipnótico de luces y sombras. Ahora el olor condenadamente
dulce de los brezos, como de siesta infinita. Ahora algún bicho
volante: un abejorro, o una de esas mariposas pequeñitas que le
escamotean al mundo su preciosa espalda lila. Una curva a la
izquierda, y entonces. Ah: el árbol más guapo del mundo, o quizás
no, pero cómo olvidarlo a partir de ahora: la robusta delicadeza, su
silencio franco, la transparencia, el verde de otro planeta. En
cuanto abandono el camino y me meto bajo su copa, sé que en
adelante, si la desolación me cerca o la ausencia me da zarpazos,
encontraré un resquicio y un punto por donde vadear lo oscuro. Un
espacio de confianza. Miro hacia arriba y sé que la alegría es una
buena estrategia.
Y junto al árbol está la casita. Puede
que el bosque la haya ido reclamando a lo largo de los años. Es el
único cambio que introduzco: los varios tipos de verde que la
acorralan. Con el tiempo lo vegetal siempre le gana el pulso a lo
humano. Pero ahí sigue, y ahí quiero entrar de nuevo, a escuchar
cosas, como si fuera posible hacerte pequeña y entrar en una caracola.
A respirar un aire que aunque reciclado un millón de veces por las
hojas, quizás todavía sea el mismo que infló el pecho de otras
personas. Gente que mamó bosque, y lo aborreció, y ya nunca tuvo
paz si se marchó a esos lugares donde la vida se organiza en líneas rectas.
Trato de revivir a esta gente. Un guarda forestal quizás, soberano
en el monte, con la gorra entre las manos sudadas si había que bajar al
pueblo. Un ángel para algún maquis o un asqueroso chivato.
Pero no escucho más que el frufrú de
los árboles y zumbidos. Nadie viene a visitarme, pero no me siento
sola en absoluto. Tengo ese resto de aire secreto en mis pulmones. Me
voy volviendo verde poco a poco. Miro al árbol más guapo del mundo
por un hueco sin cortinas ni cristales, y no tengo ya tan claro que
haya un adentro y un afuera. Sé que puedo irme si quiero. Ya no hay
desvelo ni síndrome de abstinencia.
Sencillamente espectacular.
ResponderEliminar