No has llegado aún del hospital cuando
yo vuelvo del gimnasio. Curioso, ¿verdad?, la de trayectorias
antónimas que se cruzan en una misma casa, o en este mismo instante,
en cualquier punto de la ciudad: tú vienes del lugar donde los
cuerpos se desmoronan. Yo, de un templo donde, por mucho que te
duelan las rodillas, es fácil olvidarse de la caducidad. Vienes del
desaliento. Vuelvo del tesón. Te traes un máster de
fatalismo. Yo sigo cursando los primeros cursos de la esperanza. Te
tuteas con fuerzas que nos zarandean como un gato retozón a un
topillo. Yo a veces tengo una fe exagerada en el poder de la
voluntad. Viniendo de países tan distintos, no sé cómo podemos
entender lo que decimos al saludarnos.
Antes de llegar me llamas con voz
quebrada. Cuelgo el teléfono, y ninguna operación de la consciencia
necesita apuntarme que tu dolor es también mío. Y sin embargo, me
inquieta una duda fugaz. He venido de la calle cargada de contento.
Por ninguna razón, o por mil. Porque después de mucho tiempo sin
entrar a una clase de yoga, la de hoy supo mezclar la dosis perfecta
de vigor y levedad. Porque los árboles del paseo se ven acogedores
como la cabaña recién barrida de unos robinsones. Porque a la
meteorología por fin le cae bien mi piel. Porque queda gente hermosa
que entrega su risa de forma gratuita, y gente que regala cortesía y
se vuelve así hermosa. Porque he exfoliado muchas células muertas
de mi mente durante el viaje. O porque soy risueña de natural.
Tan alegre vengo, tan suelta y ligera por
dentro, que por un momento temo que el dolor no arraigue, que se me
escape de las tripas como un aborto. Que mi gozo sea sulfúrico,
corrosivo, y que con un par de aleteos disuelva graciosamente, si no
mi empatía, sí al menos mi caprichosa capacidad de atención.
Pienso eso, y me doy cuenta de que así caigo otra vez en ese
prejuicio de que la alegría es una cosa sin enjundia. Un tipo de
coquetería. A veces, al publicar uno de esos post con los que
intento compartir mi asombro por lo que voy viendo, he sentido un
poco de apuro. Me ha dado cosita mostrarme incansablemente
complacida. Tan jubilosa y campante. Tan encantada de la vida hasta
un límite quizás irritante. A veces he pensado que la auténtica
alegría no necesita tanta publicidad.
Y hoy, mientras te espero, recelo otra vez. Vuelvo a plantearme si la alegría es un proyecto viable. Si
apostar por ella no será como construir una casa junto a una rambla.
Si teniendo como tengo corazón y ojos, mantenerse sonriente no será
empecinarse.
Pero la duda me dura lo que tardas en
entrar. Veo tus hombros cargados y el alma se me parte. Y entonces
te abrazo, y mi alegría primordial nos envuelve, a ti, a mí, a todo
el dolor que permanece intacto y sin disolverse, que arraiga pero no
consigue levantar el asfalto. Porque la alegría a la que me aferro
es una forma de fortaleza, no un juguetito, ni una pose. Ni una venda
en los ojos, ni una frivolidad. Es un tronco y un buen
cimiento. Una respuesta a la extravagancia increíble de haber nacido
y tener que derrumbarme y morir cualquier día de estos.
Cómo voy a renunciar a ella o a dejar de
expresarla.