La primavera es una puñalada. Un
complot. Un lazo en el que uno cae y del que ya no puede zafarse.
Desprevenidamente, hundes la nariz entre las flores, o sales de una
casa rodeada de naranjos antes incluso de apurar el café del
desayuno, aspirando el olor a azahar con la misma furia con que
Moisés abrió las aguas del Mar Rojo. Te llenas de olores como si
fuera un acto inocuo, como si esa tibieza nueva en la piel no te
estuviera avisando de que llenarse así no debe de ser demasiado
decente. Pero ya estás perdido: tienes el veneno de la
primavera circulando por todo tu cuerpo.
He comprobado que a los gatos también
les pasa. Chiti se contonea por el patio con su ritmo heredado del
tigre, abriéndose paso por entre un aroma a azahar tan intenso que
es como si el aire blanquease. Husmea entre las flores, mete el
hocico en un macizo de jazmín africano que huele de un modo que la
OMS debería catalogar como nocivo: demasiado decadente, demasiado
sensual para que tan temprano lo aspiren una gatita castrada hace muy
poco, y una mujer que todavía no se ha quitado el pijama. Y Chiti se
está pasando de la raya. Cuando algo en su listeza animal la
convence de que ya ha tenido bastante, se aparta tambaleándose.
Intoxicada como yo. Me cuesta decidir si este olor que ambas nos
metemos es la droga verdadera, o algo así como metadona para
sustituir adicciones más peligrosas.
Haciendo coros al aroma invasivo, está
el runrún que no para nunca en las horas de sol. Basta con aguzar un
poco el oído al pasear bajo los naranjos, o cuando nos perdemos por
el sistema circulatorio de veredas y caminos que envuelve la casa. Un
zumbido que en poco tiempo consigue anular tus pensamientos y el
compás de tus pasos. Abejas. No sé cuántas toneladas de alas y de
hambre, de veneno y néctar. Una abeja en cada azahar, y tantos
azahares como galaxias. En el ruido que montan puedes reconocer la
nota sostenida en que se ha convertido tu mente: oler, oler, ser
atraído, dejarse caer en un pozo adonde no llegan los nombres ni los
propósitos, no parar de libar.
Al final escuchas a los abejarucos. Su
vocerío de mercadillo. Sus grititos entre presumidos e histéricos
que no te queda más remedio que adorar. A estos también los ha
atraído la certeza de darse un banquete. Vienen dispuestos a ponerse
hasta el culo de abejas que se ponen hasta el culo de néctar. Esto
es la primavera: un círculo que se engarza a otro círculo que se
engarza a otro círculo, y así hasta que ya no quede mucho más que
fecundar o que devorar.
Y tú, con tu mente humana anestesiada
por tanto jadeo de pájaros, y tanto zumbido y tanto perfume,
contemplas todo el cuadro completo de círculos y te das cuenta de
que estás ahí adentro y formas también parte de ello. Aspiras de nuevo el
aroma de unas flores que simulan bien el candor, y poco te falta para suplicar que un pájaro tan imposible, tan hermoso y alegre
como el abejaruco, haga uno de sus picados acrobáticos, te agarre y se dé un festín con tu carne.
No se me ocurre nada mejor que perderme allí, en aquella paz y tanto sol como debe estar preparándose para trabajar ya en serio, con esas dos "vaquitas" tan distintas y tan queridas y ese olor, que no se puede explicar (bueno, tú sí sabes hacerlo), que desearía poder tatuarme en la piel para siempre.
ResponderEliminarLo estoy sintiendo, lo he sentido alguna vez, tal cual. Lo has traducido y regalado. Abrazo fuerte de Teletubbie
ResponderEliminarConfirmado.Buen lugar para perderse.
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