viernes, 4 de abril de 2014

Una doblez

 
La edad ya debería haberme adiestrado en el manejo del trato social pero, a estas alturas, todavía me sigue pareciendo un milagro cada atisbo imprevisto de la intimidad de los demás. De alguien de quien sólo conozco lo que su carcasa me ofrece a la vista, saltan de pronto unas cuantas esquirlas de oscuridad. Muy poca cosa, realmente: el lugar donde compras las manzanas más bonitas del mundo; si tu cama se calienta con mantas o con edredón; la fecha de tu cumpleaños; lo que te gusta cenar. Lo que sientes al escuchar la palabra domingo. Nada de eso sirve como primera piedra de una amistad, pero es un pasito: el pasaporte y las vacunas que tienes que gestionar antes de emprender el viaje hacia ese país exótico que es cada desconocido. A mis pies van quedando virutas de hermetismo, como si yo fuera una escultora empeñada en sacar una figura comprensible de un bloque de mármol. Puede que no llegue muy lejos, pero poco a poco, detalle a detalle y esquirla a esquirla, me voy ganando el derecho a usar el pronombre cada vez que pienso en esa persona. Lo cual no deja de ser un triunfo contra el aislamiento y la soledad.

La gente. El misterio de cómo maneja cada uno su vida, sus estrategias de supervivencia y sus motivos para seguir respirando. Ese es desde siempre mi afán, mi curiosidad. Cuéntame qué te hace reír, comparte conmigo la alegría con la que, sin saberlo, te vas protegiendo de lo que no te permites ni imaginar.

Y al lado de esa inclinación por la gente, hay en mí una prevención grande. Una doblez: la perspectiva de tener que conocer a alguien, o de tropezarme con quien no me resulta cercano, muchas veces me provoca aversión. Hace unos días me pasó. Tenía que pasar la mañana con una persona a la que no había visto en mi vida. Tenía que compartir con ella el habitáculo de un coche, sudar juntas un simulacro de conversación. Y el plan no me atraía en absoluto. A pesar del apetito de caras y voces nuevas, a pesar de la vocación de hospitalidad, no podía deshacerme del prejuicio del extraño amenazante. Sigo siendo vulnerable ante las educadas frases hechas y los silencios brutales.

Pero mi prevención sabe ser frágil. Se deja matar fácilmente por ese tipo de sonrisas que arrancan de estratos profundos. Así que mi apertura a la gente a veces tiene que conformarse con ir a rebufo. Esa lentitud social, esa timidez es la pequeña o gran tara que traigo de fábrica. Por suerte los años sí me han acostumbrado a ella. He aprendido a domesticarla en parte, y también a contemplar con ternura cada atisbo de la persona desconocida que soy para mí misma cuando la timidez me alumbra. He permanecido alerta cada vez que ha estado a punto de impedirme la cercanía. Y mucho de lo que soy, algunas de mis estrategias de supervivencia, algunos de los motivos para seguir respirando, lo he ganado trabajando no contra ella, sino por su empuje.

4 comentarios:

  1. Pura carga genética, hija mía.

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    1. Eso, eso: cosa más mal acabada, la de los cromosomas.

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  2. Anónimo entre comillas05 abril, 2014 23:28

    Aunque el tiempo vaya limando tu timidez, que lo seguirá haciendo y aunque casi deje de representar un esfuerzo ese acercamiento a los desconocidos, quizás entonces pueda parecerte que el problema está en el resultado, en las poquísimas ocasiones en las que habrá merecido la pena dar ese "pasito".

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    1. Prevenida quedo. Pero lo que me interesa es que al menos esas poquísimas ocasiones me encuentren bien dispuesta.

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