La edad ya debería haberme adiestrado en
el manejo del trato social pero, a estas alturas, todavía me sigue
pareciendo un milagro cada atisbo imprevisto de la intimidad de los
demás. De alguien de quien sólo conozco lo que su carcasa me ofrece
a la vista, saltan de pronto unas cuantas esquirlas de oscuridad. Muy
poca cosa, realmente: el lugar donde compras las manzanas más
bonitas del mundo; si tu cama se calienta con mantas o con edredón;
la fecha de tu cumpleaños; lo que te gusta cenar. Lo que sientes al
escuchar la palabra domingo. Nada de eso sirve como primera
piedra de una amistad, pero es un pasito: el pasaporte y las vacunas
que tienes que gestionar antes de emprender el viaje hacia ese país
exótico que es cada desconocido. A mis pies van quedando virutas de
hermetismo, como si yo fuera una escultora empeñada en sacar una
figura comprensible de un bloque de mármol. Puede que no llegue muy
lejos, pero poco a poco, detalle a detalle y esquirla a esquirla, me
voy ganando el derecho a usar el pronombre tú cada vez que
pienso en esa persona. Lo cual no deja de ser un triunfo contra el
aislamiento y la soledad.
La gente. El misterio de cómo maneja
cada uno su vida, sus estrategias de supervivencia y sus motivos para
seguir respirando. Ese es desde siempre mi afán, mi curiosidad.
Cuéntame qué te hace reír, comparte conmigo la alegría con la
que, sin saberlo, te vas protegiendo de lo que no te permites ni
imaginar.
Y al lado de esa inclinación por la
gente, hay en mí una prevención grande. Una doblez: la perspectiva
de tener que conocer a alguien, o de tropezarme con quien no me
resulta cercano, muchas veces me provoca aversión. Hace unos días
me pasó. Tenía que pasar la mañana con una persona a la que no
había visto en mi vida. Tenía que compartir con ella el habitáculo
de un coche, sudar juntas un simulacro de conversación. Y el plan no
me atraía en absoluto. A pesar del apetito de caras y voces nuevas,
a pesar de la vocación de hospitalidad, no podía deshacerme del
prejuicio del extraño amenazante. Sigo siendo vulnerable ante las
educadas frases hechas y los silencios brutales.
Pero mi prevención sabe ser
frágil. Se deja matar fácilmente por ese tipo de sonrisas que
arrancan de estratos profundos. Así que mi apertura a la gente a
veces tiene que conformarse con ir a rebufo. Esa lentitud social, esa
timidez es la pequeña o gran tara que traigo de fábrica. Por suerte
los años sí me han acostumbrado a ella. He aprendido a domesticarla
en parte, y también a contemplar con ternura cada atisbo de la
persona desconocida que soy para mí misma cuando la timidez me
alumbra. He permanecido alerta cada vez que ha estado a punto de
impedirme la cercanía. Y mucho de lo que soy, algunas de mis
estrategias de supervivencia, algunos de los motivos para seguir
respirando, lo he ganado trabajando no contra ella, sino por su
empuje.
Pura carga genética, hija mía.
ResponderEliminarEso, eso: cosa más mal acabada, la de los cromosomas.
EliminarAunque el tiempo vaya limando tu timidez, que lo seguirá haciendo y aunque casi deje de representar un esfuerzo ese acercamiento a los desconocidos, quizás entonces pueda parecerte que el problema está en el resultado, en las poquísimas ocasiones en las que habrá merecido la pena dar ese "pasito".
ResponderEliminarPrevenida quedo. Pero lo que me interesa es que al menos esas poquísimas ocasiones me encuentren bien dispuesta.
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