Es temprano, pero el sol ha madrugado más
que yo. En un momento estaré montada en el coche del trabajo,
acariciándome, entre distraída y obsesa, la parte de cráneo que
ayer me aporreó una de sus puertas. En un momento habré recuperado
la costumbre de vivir y con ella, la de enajenarme en mis paisajes
mentales. Pero después del desayuno, y haciendo hora hasta que
llegue la de marcharme, soy una recién casada de las de antes:
cómplice con todo lo que tenga que ver con la carne; consciente de
haber amanecido distinta de cuando me metí entre las sábanas con
aprensión. ¿De verdad creía anoche que si me quedaba dormida
después de la presunta conmoción cerebral a lo mejor no llegaría a
despertarme? Bueno, no. Pero un cerebro está compuesto de muchos
recodos y capas, y quién sabe en cuál de ellos puede estar
fraguándose la sedición.
Y sin embargo, he despertado. Aquí
estoy. Desposada con el sol. Me siento junto a un arriate de flores
donde mi madre ha intercalado perejil y rabanillos. Cierro los ojos.
Mi flamante marido me acaricia. Regalos de boda a mi alrededor: la
acequia que canturrea y me guiña; naranjas en los árboles tan
gordas como globos terráqueos; una alfombra de hierba sin polvo ni
ácaros. Todavía hay un potosí de nieve en la montaña de enfrente,
pero esta mañana el clima ha amanecido distinto. Igual que yo.
¿Cuánto tiempo me queda para irme a trabajar? Probablemente, la
duración de una vida, porque con esta luz, con esta piel mía que ya
está reclamando suavito que la libere de ropa, y sin más techo que
el del coche y el cielo, el fardo de la palabra trabajo se
anula. ¿Concibo unas vacaciones perpetuas? Las concibo. Yo me creo
todo lo que mi marido el sol me promete.
Ahora me levanto imantada, y curioseo por
el huertecillo que mi padre y mi tía han plantado. Habas y fresas,
plantones de lechuguitas. Cebollinos delgados como el pelo de un
bebé. Las manos de mi familia pululan por todas partes, y cada
porción de realidad se convierte en familia. Todo pregona su propio
olor y me remite a algo más viejo y más grande. Me voy a pasar todo
el día haciendo inventario de aromas: el asombroso silencio, al
despertarme, huele como un muerto nuevo que todavía no ha empezado a
pudrirse. Café, sinónimo de raíz y de casa. Mi madre huele a
limpieza y panadería. Los jazmines: noches calientes junto a una
fachada encalada, postal en blanco y negro de Andalucía. Los
naranjos que le sirven de cúpula al huerto están llenos de botones
de azahar: huelen igual que el candor de mi infancia. En las charcas
adonde me lleva la tarea, lodo y mierda de pájaro y la memoria
intrusa de algún canal veneciano. Mi compañero pisa mastrantos al
acercarse a una orilla: olor dominguero, olor a excursiones, a Tom
Sawyer y Huckleberry, libélulas y cruzar un arroyo sin preocuparte
de que se te mojen las zapatillas. Y por encima de todo, el mar, que
es como a mí me gustaría que oliese mi tiempo de vida.
Y así todo el día, oliendo de modo
maníaco como las preñadas. Como si esta mañana el sol me hubiera
hecho un niño. Mientras estoy escribiendo la mano se me escapa una y otra vez al
chichón, pero más que un tic hipocondriaco, es un recordatorio de
lo bien que viene desacostumbrarse a vivir para que lo real se incorpore de lleno a la familia.
Por el relato que haces de los olores, parece que tuviste un buen día.
ResponderEliminarDemos gracias al sol.
Y a ti,por contárnoslo.
Ayer por la mañana oí nombrar por primera vez esa planta, el mastranto y bautizar ya con él el olor, como de una menta no refrescante, sino cálida, y el tacto de sus hojas, que sí conocía.
ResponderEliminarBueno, quizás el responsable de esa calidez fuera tu "esposo", que ayer repartió momentos de felicidad a las que habitamos -algunas sólo unas horas- ese pequeño paraíso...
Entonces seguimos pisándonos alegremente los talones. tu descripción del yerbajo es perfecta.
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