Debe de ser lo más parecido a meditar
con lo que puedes toparte en el trabajo: levantarte cuando el cielo
aún no ha empezado a azulear. Desayunar a las cinco y media de la
madrugada como si no hubiera una punta de perversión en ello.
Compadecerte con guasa de tu cuerpo somnoliento mientras tratas de
recordar dónde dejaste el coche aparcado la noche anterior. Ir
despertando a la par que la luz en las cosas: amanece en la Sierra
vestida de seda rosa, en las hierbas altas de las cunetas, en las
ramas de los olivos y en tu cabeza. Dentro y fuera de ti se descorre
el telón del día. Sentirte parte de la hermandad de la autovía a
una hora en que conducir se vuelve un acto alegórico. Imaginar el
pueblo que hay al final de cada carreterucha, y saber que en él
siempre habrá alguien que espera a otro: una madre huérfana de
hijos, los abuelos olvidados, unos primos que todavía piensan que la
vida en la ciudad debe de ser otra cosa.
Y cuando el sol por fin se ha asomado
para comprobar que en su reino todo está en orden, entrar en un
camino de tierra, salir del coche, subirte la cremallera del forro
polar hasta la barbilla y escuchar. He venido ni más ni menos que a
eso. A detectar la presencia de un puñado de pájaros a través de
su canto. Durante diez minutos permaneceré de pie con los ojos
cerrados y la seguridad de que la tibieza del mediodía es todavía
un brote delicado. Dejaré que me entre por los oídos la trama de
este pedazo de mundo. Luego, cuando casi me haya hecho a su banda
sonora, buscaré otro lugar donde seguir escuchando. Así hasta cinco
veces. En el transcurso, tal vez pueda reconocer algo.
Me caerá encima la algarabía igual que
la montaña anárquica de tupperwares que se niega a mantener
la disciplina en el armario donde los guardo. Oiré tantas voces
indistintas que me parecerá haber aterrizado en algún aeropuerto
asiático. No encontraré asideros fáciles para decretar que esto es
esto y no aquello. Tendré que habérmelas con un caldo espeso de ruido: gorjeos mezclándose con señales de alerta, silbidos,
frases tarareadas, chirridos; la estela acústica sorprendentemente
larga de los coches que ahora se deslizan por la carretera camino de
quién sabe qué centro de trabajo; un avión que acaba de despegar a
pocos kilómetros de distancia, rugiendo inverosímil como el
Tyranosaurius; diálogos medio regurgitados del libro que
estoy leyendo, canciones facilonas del gimnasio; todo lo que me callo
cuando me muerdo la lengua.
Tratando de distinguir algunos de los
pájaros que traigo apuntados, me daré cuenta otra vez de lo
complicada de digerir que es la exuberancia. Pero poco a poco me
iré acostumbrando al hecho de que por encima o por debajo de todo lo que
perciben mis mediocres sentidos, hay un red de presencias invisibles
que me envuelve sin que yo apenas pueda notarla. Y eso me hará
sentir frágil y a la vez agraciada. Me asustará un poco que esta
función de murmullos y gritos vuelva a ponerse en escena cada día, sin necesidad de que nadie se presente a escucharla.
Plantada en medio de tanta expresividad, sabré reconocer la
menudencia de mis parrafadas. Me volveré pequeña, casi
insignificante y, sin embargo, pondré mi voz al servicio de este
canto colectivo. Seré, con suerte, otro pájaro prendado de la
mañana.
Que hermosura, todo.
ResponderEliminarYa, ya, que no es por dar envidia...¿y lo de ir a intentar distinguir las voces distintas de entre los distintos pájaros dices que es parte de tu trabajo? Ah...y no lo dices por dar envidia tampoco, claro, al fin y al cabo eso es lo normal en todos los trabajos...
ResponderEliminarAparte de envidiar todo eso, también anoto la hora en que debió sonar tu despertador, el frío que debía hacer, etc., por compensar un poquito, más que nada.
Madre, qué bonito!. Foto y texto!!. Envidia pura, de la sana y de la normal...
ResponderEliminarApunte aclaratorio: ES MEDITAR.
Besitos!.
PD.: Fin del comentario-telegrama.