sábado, 26 de abril de 2014

Lo que estaban cantando los pájaros


Debe de ser lo más parecido a meditar con lo que puedes toparte en el trabajo: levantarte cuando el cielo aún no ha empezado a azulear. Desayunar a las cinco y media de la madrugada como si no hubiera una punta de perversión en ello. Compadecerte con guasa de tu cuerpo somnoliento mientras tratas de recordar dónde dejaste el coche aparcado la noche anterior. Ir despertando a la par que la luz en las cosas: amanece en la Sierra vestida de seda rosa, en las hierbas altas de las cunetas, en las ramas de los olivos y en tu cabeza. Dentro y fuera de ti se descorre el telón del día. Sentirte parte de la hermandad de la autovía a una hora en que conducir se vuelve un acto alegórico. Imaginar el pueblo que hay al final de cada carreterucha, y saber que en él siempre habrá alguien que espera a otro: una madre huérfana de hijos, los abuelos olvidados, unos primos que todavía piensan que la vida en la ciudad debe de ser otra cosa.

Y cuando el sol por fin se ha asomado para comprobar que en su reino todo está en orden, entrar en un camino de tierra, salir del coche, subirte la cremallera del forro polar hasta la barbilla y escuchar. He venido ni más ni menos que a eso. A detectar la presencia de un puñado de pájaros a través de su canto. Durante diez minutos permaneceré de pie con los ojos cerrados y la seguridad de que la tibieza del mediodía es todavía un brote delicado. Dejaré que me entre por los oídos la trama de este pedazo de mundo. Luego, cuando casi me haya hecho a su banda sonora, buscaré otro lugar donde seguir escuchando. Así hasta cinco veces. En el transcurso, tal vez pueda reconocer algo.

Me caerá encima la algarabía igual que la montaña anárquica de tupperwares que se niega a mantener la disciplina en el armario donde los guardo. Oiré tantas voces indistintas que me parecerá haber aterrizado en algún aeropuerto asiático. No encontraré asideros fáciles para decretar que esto es esto y no aquello. Tendré que habérmelas con un caldo espeso de ruido: gorjeos mezclándose con señales de alerta, silbidos, frases tarareadas, chirridos; la estela acústica sorprendentemente larga de los coches que ahora se deslizan por la carretera camino de quién sabe qué centro de trabajo; un avión que acaba de despegar a pocos kilómetros de distancia, rugiendo inverosímil como el Tyranosaurius; diálogos medio regurgitados del libro que estoy leyendo, canciones facilonas del gimnasio; todo lo que me callo cuando me muerdo la lengua.

Tratando de distinguir algunos de los pájaros que traigo apuntados, me daré cuenta otra vez de lo complicada de digerir que es la exuberancia. Pero poco a poco me iré acostumbrando al hecho de que por encima o por debajo de todo lo que perciben mis mediocres sentidos, hay un red de presencias invisibles que me envuelve sin que yo apenas pueda notarla. Y eso me hará sentir frágil y a la vez agraciada. Me asustará un poco que esta función de murmullos y gritos vuelva a ponerse en escena cada día, sin necesidad de que nadie se presente a escucharla. Plantada en medio de tanta expresividad, sabré reconocer la menudencia de mis parrafadas. Me volveré pequeña, casi insignificante y, sin embargo, pondré mi voz al servicio de este canto colectivo. Seré, con suerte, otro pájaro prendado de la mañana.

 
Que no es por dar envidia, eh, pero aquí puse ayer la oficina


3 comentarios:

  1. Que hermosura, todo.

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  2. Anónimo entre comillas27 abril, 2014 23:33

    Ya, ya, que no es por dar envidia...¿y lo de ir a intentar distinguir las voces distintas de entre los distintos pájaros dices que es parte de tu trabajo? Ah...y no lo dices por dar envidia tampoco, claro, al fin y al cabo eso es lo normal en todos los trabajos...
    Aparte de envidiar todo eso, también anoto la hora en que debió sonar tu despertador, el frío que debía hacer, etc., por compensar un poquito, más que nada.

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  3. Madre, qué bonito!. Foto y texto!!. Envidia pura, de la sana y de la normal...
    Apunte aclaratorio: ES MEDITAR.
    Besitos!.
    PD.: Fin del comentario-telegrama.

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