Rozo
con la nariz tu frente suave y mullida, como de peluche. Me haces
cosquillas negligentes con las pestañas. Fuera hay coches, martillos
percutores, escombros que alguien arroja a una cuba metálica,
chavales que suben la cuesta repasando en voz alta la lección de la
célula. También tu respiración hace un rato que se ha hecho
sonora. Te odio un poquito por eso. Tan a gusto, tan tranquilo,
controlando tan a placer la vigilia y el sueño. A mí los coches me
atropellan el tímpano que no se apoya sobre la almohada. Los
martillos me están dejando el cuerpo como un colador. De mi calma no
quedan más que cascotes. Mis células se han olvidado de cooperar
entre sí formando tejidos. Cada una hace la guerra del despertar por
su cuenta.
Es
como cuando te vas a la cama a las seis de la madrugada, y sólo hora
y media después un biorritmo implacablemente diurno se empeña en
zarandearte. Es la sensación de que durante ese mezquino trozo de
sueño alguien ha jibarizado tu cráneo hasta dejarlo del tamaño del
de una gallina, sin molestarse en adaptar el tamaño de tu
impertinente cerebro humano. Falta esqueleto para tanta mente
despabilada e inútil. Imágenes del día anterior se mezclan con
frases aleatorias de textos que todavía no he escrito y
combinaciones de todos los alimentos que hay en mi cocina. Un
derroche. Los sesos me revientan por las rendijas mal encajadas de
los ojos, por las orejas, por todos los agujeros del colador que soy.
Muero de sueño, en definitiva.
Y
mi mente no para de farfullar. Me recuerda a los paneles de mandos
que se vuelven locos cuando Houston ha dejado de hacerle caso a los
astronautas. Le ha dado por hacer listas de aversiones
intrascendentes y malestares que nunca llego a expresar para que no
me llamen quejica. Horripilancias canijas con las que entreno mi
imperturbabilidad. Pero tú te has dormido, aunque después por
solidaridad lo niegues, así que no hay razón para disimular. A ver.
Echar gasolina. Un día de estos formaré un trombo en la
circunvalación por culpa del odio que me da repostar. Me hace sentir
como el director de orquesta que interrumpe airadamente la obra
porque al gilipollas de turno se le ha olvidado silenciar el móvil.
Más. Pelar huevos duros. ¡Pelar huevos duros! Algunos se resisten y
te niegan el placer de liberarles de toda la cáscara con una sola y
elegante monda. Parece como si los estuvieras desollando. Torturando.
Intentando arrancarles sádicamente el secreto de quién fue antes,
si ellos o la gallina. Y cómo se ven luego de feos, tan poco ovoides,
cubiertos de cicatrices de acné.
Sigo
con el despertador. Peor que suene es despertarte fulminantemente dos
horas antes, y no volver a dormirte. Y peor, mucho peor que eso, es
lo que nos ha pasado hoy. Despertarte a las seis de la mañana,
adelantándote media hora al timbrazo maligno. Alargar el brazo hacia
el bulto antropoide de al lado. Remolonear. Levantarte. Recuperar
serenamente tu mismidad. Invertir unos ahorrillos de brío y contento
en la amable ceremonia del desayuno. Recoger la mesa y ocupar por
turnos el baño, con una precisión de atletas que se pasan el
testigo. Empezar a vestirte, y cuando ya sólo te queda atarte las
botas, enterarte de que en realidad tienes turno de tarde.
Horror.
Reproches. Grandes suspiros mordaces. Y sólo entonces, el
rebobinado. Fuera botas, fuera uniforme. Vuelve a la cama, lee unas
pocas páginas para que los ojos se olviden de la mañana. Alarga un
brazo hacia ese bulto antropoide más adaptable que tú. Hay tanta
luz que ya no es un bulto, sino un Homo sapiens en toda regla. Espera
a su lado a que el sol vuelva a esconderse por el este. Ignora la
tostada que trata de desandar el camino esófago arriba. Eso es
nuevo. Deja de hacer listas de cosas molestas. Nuevo, también.
Duérmete. Tal vez consigas que el reloj invierta su curso, como
Superman cuando muere Lois Lane. Tal vez dentro de un rato estés
cenando de nuevo, llegando del gimnasio, conociendo a amores y amigos
perdidos, reviviendo a los muertos, empezando la carrera,
descumpliendo años, naciendo otra vez.
Podría
ser, si no tuvieras una mente que se despierta inexorablemente. Que
hace estallar como un terrorista suicida su carga de escenas recién
leídas, titulares radiofónicos de las siete de la mañana,
estribillos de anuncios, lamentos encriptados y penosas listas. La
mañana sigue ejecutando una música que nunca escuchamos mientras
estamos en la cama. Abro un ojo sufrido y miope. Hay un borrón rosa
en el cielo azul bebé. Es raro. Como si fuéramos fantasmas nuevos y
contempláramos con nostalgia una rutina que ya no es la nuestra.
Como mirar el día por la espalda.
Es
raro, y es fascinante. Como mi mente es hiperactiva pero buena persona,
ahora recuerdo cuando se hace de noche en las cunetas. Los faros del
coche iluminando la hierba seca y aporreada, convirtiéndola en
un mosaico de la Basílica de San Marcos. La silueta negra de los
cardos contra un cielo de porcelana. Todo el paisaje escondiéndose,
arrullando, y yo muriendo de amor, atenta a toda esa belleza
escondida en las trivialidades, observando asombrada la cara oculta del
mundo.
Justo como esta mañana en la que ya no quiero dormirme.