Mi cerebro es un yonqui de la luz solar.
Por las rendijas de la contraventana no entran más que dos o tres
rodajitas finas de claridad, pero bastan para despertarme. Siempre es
así, cuando no suena ninguna alarma: la misma sorpresa al percibir
estos rastros de un nuevo día que se me ha vuelto a adelantar; una
sensación parecida a la del día de Reyes cuando era niña: me
despertaba, y sabía que todos los regalos tenían que estar bien
colocados ya junto a los zapatos, pero quién se atrevía a levantarse.
Ahora me muevo un poco en la cama, por si encuentro un eco cómplice
al otro lado. Quietud. Si acaso unas suaves y perezosas olitas de
respiración submarina.
Me saco los tapones de las orejas. El
ruido del mundo se desata, indiferente a que haya o no alguien ahí
para advertirlo. Como la radio. Tú la enciendes, y te encuentras con
un aluvión de voces, en medio de historias empezadas que tampoco han
querido esperarte. Los coches braman en la autovía. Por no sé qué
fenómeno atmosférico, hay días en los que el sonido se amortigua,
y días en los que se aviva. Parece que tiene que ver con el viento y
la humedad del aire, con ese tipo de asuntos que en esta parte del
mundo se tratan con una deferencia casi litúrgica. Saber de vientos
y sus secuelas es nuestro propio himno, una especie de Rh nacional.
Hoy es uno de esos días en los que camiones y autobuses parecen
rodar dentro de la cabeza. Es un ruido sólido, sin apenas
modulación, como un cinturón que rodease la casa aislada. Y están
también los pájaros. Somos cuatro personas bajo este techo, y sólo
uno de nosotros da muestras tímidas de haberse despertado. En medio
de este jaleo de coches que pasan de largo y de pájaros que pían
como si estuvieran en otro planeta, la casa me parece un agujerito
vulnerable y arrinconado. Un organismo con la piel muy fina.
Miro la hora en el móvil. No son todavía
las siete y media. Los ojos me duelen de sueño; lo siento espeso
alrededor, como si me hubiera acostando sin limpiarme el rimmel. Pero
treinta y cuatro de años de experiencia me avisan de que no voy a
volver a dormirme. Reprimo las ganas de levantarme y darle un sablazo
al paquete de galletas. O rascarle las orejas a las perras. O buscar
gotas de rocío en los romeros del porche. O leer, a secas. Quiero
llegar hasta el fondo de lo que es estar quieta. Al menos un ratito.
No es un ejercicio de meditación. Al fin y al cabo, meditar es hacer
algo. Y en esta mañana nueva y ruidosa he decidido que no quiero
hacer nada.
Siempre me levanto diligente y ávida. Sumando,
empezando, planeando, apretando. Aquí en la casa de mi padre, donde
vengo cada vez que me lo permite el trabajo, tanto como en Granada. Mi mente
apenas sabe lo que es el descanso. Siempre hay una intención, o una
expectativa, o una llamada obligatoria a la acción. Siempre, después
del desayuno, barajo las mejores opciones para hacerme digna del nuevo
día. Me siento al sol en el tranco de la puerta, y trato de
decidirme. ¿Iré a la playa, o de excursión? ¿Escribiré a primera
hora o por la noche? ¿Leo, o me tumbo en el suelo y no me levanto de
él hasta que no arranque de mis brazos tres flexiones seguidas? ¿Vamos otra vez
a Bolonia, o en busca de árboles? Pongo en mi tiempo la misma
esperanza y la misma duda que un broker en sus acciones.
Y, en realidad, sentada al sol después
de desayunar se está estupendamente. Tumbada a la bartola en la playa, pasando un glorioso calor de
una vez por todas, se está estupendísimamente.
Estoy bien sin apurar la hora de levantarme ni estirar la de
acostarme. Sin prender el contacto del coche, al menos por un día.
Sin subirme a un barco para avistar ballenas y sin probar a montarme
a caballo. Estoy bien donde estoy. Estoy bien sin forzarme a germinar
todas juntas las semillas que llevo dentro. Estoy bien sin escribir
un día. Estoy bien descansando en el momento.