Ayer,
alrededor de las diez de la mañana. Sola en una de esas cafeterías
demasiado pulidas en las que parece que ningún romance se ha
fraguado nunca, o donde nadie abandonó nunca a nadie. Uno de esos
lugares con mucho diseño y muy poca linfa que tanto recuerdan a
rostros remodelados por el bisturí. Me paseo por las botellas
multicolores, yo diría que aún precintadas; por unos croasanes que
no prometen ni una sola sensación sólo un poquito lujuriosa.
Resbalo por superficies que sólo me ofrecen mi propio reflejo. Es
verdad que me he desinflado. Un momento antes, caminaba hasta aquí
con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, silbando con la
mente. Había una templanza en el aire que refutaba burlonamente el
clima manipulado de la oficina. Y era bueno despegarse un rato del
ordenador, bajar a la calle. Ver a toda esa gente que usa sin pudor
los aparatos de gimnasia municipales que, cuando éramos ricos, se
suponía que estaban destinados nada más que a los jubilados. Era
bueno salir al recreo por una vez sola, y sentir el calorcillo de
emancipación que proporcionan los viajes individuales.
Ahora,
en la cafetería, apuntalo mi posición sobre la barra con la ayuda
del móvil. Un poco lamentable, la verdad. No hay periódico, no hay
gente a la que inventarle historias de perversión u orfandad. No
puedo refugiarme siquiera en el gesto zen de remover el café con la
cucharilla, porque lo tomo sin azúcar. He agotado la fiscalización
de las botellas, y ya me he cansado un poco del noble y voluntarioso
acto del simple estar. Así que ya no me queda otro recurso que darle
a la cabeza.
Es
cierto que esa era mi intención, cuando salí de la oficina. Mover
un poco las piernas con la esperanza de desatascar las ideas. El
problema es que el movimiento, más que otra cosa, activa la región
felina de mi cerebro. Andar no me concentra: me aplaca. Me vuelve
lenta y contemplativa. Pero varada en esta cafetería sin alma ni
resquicios, vuelvo a verme obligada a desatar alguno de los nudos de
mi hilo mental. Pistas recurrentes en un disco rayado. Son temas
insignificantes, manufacturados especialmente para gente sin
problemas, pero en mitad de la noche me sorprendo dándome la vuelta
en la cama, y pensando unos instantes en ellos, antes de quedarme
dormida de nuevo. Los halcones. La aventura. Algo me dice que si me
quedase sin trabajo o sin salud, no gastaría ni la mitad de la
energía mental que dedico a menudencias.
Los
halcones. Ya os hablaré de ello. Por hora adelanto que tiene que ver
con escritura y con pájaros y con la implicación en un proyecto
colectivo. O sea, con el amor. Y también tiene que ver con mis
arrebatos de pereza oportunista, y con las pocas horas libres del día
y con el temor de no cumplir con las expectativas. O sea, con la
desazón.
Y la
aventura. Últimamente tengo una fijación malsana por quebrantar mis
plácidos hábitos de ocio. Ya me sale muy bien eso de leer y
escribir y maullar de placer ante los paisajes. Vida terrible la mía,
verdad. Así que me he intoxicado con la fantasía de empezar a hacer
cosas que nunca he hecho. Cosas con el cuerpo humano. Parezco un
marido en su decimotercer año de matrimonio. Me pregunto si lo
próximo será escaparme con una secretaria tres lustros más joven
que yo. Ahora llegan estos cuatro días de descanso, cuajados de
expectativas abstractas de acción y afianzamiento, y yo no sé
adónde tirar, ni si podré dejar olvidado en alguna cuneta llena de
amapolas mi manojo bien surtido de peros. Sí, pero tener que hacerlo
sola. Sí, pero la torpeza física. Sí, pero pa' qué.
Entonces,
con el regusto a kikos del café en la boca, y apretando el culo para
compensar la maldad de la postura sedente a la que me obliga el
trabajo de ordenador, oigo un click en mi cabeza. Acabo de ver
claramente que la única opción viable para mantener una vida mental
sana es dejarse de elucubraciones, de ese imperecedero pesaje de las
consecuencias positivas o negativas que acompaña a cualquier mínima
decisión. Si esta no va a afectar malamente a nadie, si los verbos
sólo van a ser conjugados esta vez en primera persona del singular,
entonces qué sentido puede tener girar y girar y girar alrededor del
eje de la duda. Basta con decir que sí, y luego ir arreando.
P. D. Y aquí os dejo al amigo Ben Harper, con esta cancioncilla vitaminada como augurio de un buen viernes.
No sé ingles, solo he entendido la primera palabra, pero el hermano está hermoso.
ResponderEliminarNo hace falta entender, queridita, nada más que dejarte arrastrar por el crescendo. Llegas así a laisma comprensión que si supieras el idioma, o sea, que hay una manera íntima de hacer las cosas que funciona mejor que las recetas habituales.
EliminarY Ben es un bizcochito de ron.
Pues chica, cuéntame cómo se le da al stop, que yo no sé.
ResponderEliminarYo doy vueltas y vueltas y vueltas hasta que me mareo de un tema o el tema se marea solo y cae rendido hasta nuevo aviso.
¿Fools will be fools and wise will be wise? Genial...
Porqué las guitarras son tan extraordinarias?
Besos...
Lo mismo, bonita: andar, andar, andar. Correr. Correr. Sobre ttodo bailar. Y otras cosas que las mamás consideran pico edificantes. Dejar que piensen los músculos. Y guitarrear.
EliminarSi el querido DJ deja de hacerse el duro y se decide a montar un blog musical conmigo, responderemos a esa y otras preguntas.
Besos para ti también
"dejar olvidado... Mi manojo bien surtido de peros" ME ENCANTA!!!! Eres genial primita mia!!
ResponderEliminarEme jot-a
Hay que hacerse un mojete con ellos, queridita MJ, como con los espárragos que recogemos donde tú sabes.
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