Este
año son más pequeñitos. Hay cuatro, y se amontonan unos contra
otros, para darse calor.
Ninguno de ellos lleva más de cinco días fuera del huevo, así que
es posible que la única idea que tengan de lo que puede ser el sol
andaluz sea una lejana reminiscencia de cuando no eran más que un
punto minúsculo pegado a una yema. El mayor de ellos alza un poco la
cabeza cuando nos asomamos, como si quisiera defender a sus hermanos.
El más chico intenta reptar bajo el montón que forman los demás.
Si yo no veo, a mí no me ven, debe de ser su infantil filosofía. La
madre ha salido volando del nido donde los calentaba. Primer trauma.
Es cierto que ha aguantado el tipo un buen rato, desde la primera
trémula vibración generada por nuestros andares de brontosaurio, a
quién sabe qué distancia, hasta los escasos dos metros de cercanía
que ha debido de considerar ya como francamente intolerables. Se ha
dado el piro delante de nuestras narices, marcándonos así la
posición exacta del nido.
Y es
curioso: tú llegas ahí con tu cerebro insultantemente adulto y
humano, haciéndole la ola a mamá aguilucha por lo bien que está
colaborando con tu trabajo. Y luego deshaces el camino a grandes
zancadas por el cereal, para no dejar un delator rastro, y sientes
que, en el minuto que ha pasado mientras observabas a los pollitos,
los fotografiabas y anotabas la coordenada, has retrocedido era tras
era en el proceso de evolución zoológica, y año tras año de tu
vida personal. Te alejas del nido, toda compasión y perplejidad,
preguntándote cómo es posible que ese ser grande que tanto calor
daba te haya abandonado. Pero la empatía es fugaz, y la mente
invasiva. Rápidamente vuelves a discurrir y a explicar. Claro, ante
un peligro inminente, quien tiene que salvarse es el adulto, que es
el que tiene ahora mismo la sartén de la continuidad de la especie
por el mango. Unos pollos tan chiquitos no son nada todavía. Menú
de domingo para zorros y culebras, si acaso. ¿Que me los comen? Pues
planto otros cuantos huevos ahí, en la parcela de al lado. La vida
es un deporte de extremo riesgo para un bicho que no sabe volar.
Vuelvo
a acordarme de ellos durante la siesta. Ahora somos dos en un mismo
nido, vulnerables a los peligros de nuestra edad, apiñándonos,
defendiéndonos del horario y de un invierno terco sin otra arma que
nuestro calor. Justo antes de dormirme, los veo jugando en el cielo,
escribiendo palabras de júbilo con sus largas alas gráciles, como
mensajes de humo amoroso trazados por una avioneta. Ha pasado un año,
y el abandono sólo fue un amago. Sobrevivieron, vieron pasar de
lejos las mandíbulas pavorosas de la cosechadora. Con poco más de
un mes de vida dieron un saltito y, pop, ya estaban volando. Tal vez
han pasado el invierno en Senegal. Se han convertido en seres ligeros
y bravos. Ahora, después de semejante aventura, han vuelto adonde
nacieron. Y yo tengo la suerte de estar ahí para que mi corazón
híbrido se reencuentre con ellos.
Jo nena, más tierno imposible... eres un auténtico amor.
ResponderEliminarBesos...
Más besos para ti desde mi marshmallow heart.
EliminarEmotivo hasta la lágrima.
ResponderEliminarSoy un cóctel de rizos y hormonas, estos días, sí.
EliminarAy...suscribo ambos comentarios.
ResponderEliminarAprovechá!!
EliminarMonísima!!
Ojalá que el próximo año tu sueño sea algo más que eso y quizás sobrevuelen mi cielo en una de esas plácidas tardes de verano, en las que no hay nada mejor que tumbarse a contemplar cómo desaparece de lo alto de los cipreses la última luz del sol.
ResponderEliminarEeeh, resulta que yo estoy exactamente en ello, queridita, en la esquina del mundo de los mejores ratos. Es de locos lo que dura el día aquí, parece esto Lofoten, o como sea.
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