viernes, 24 de mayo de 2013

Peregrinos (I): La atalaya

 
Pasamos cada día menos tiempo juntos, y así está bien. Pit Bull va y viene, viene y va, y luego regresa contando historias un poco exageradas que los otros dos no se terminan de creer. El resto del tiempo, cuando está por aquí y no tiene ganas de fanfarronear, gasta el tiempo en ponerse fuerte. Carreritas, estiramientos, ejercicios de fuerza y equilibrio. Toda su exhibición completa. Mi hermano lo sigue por todas partes. Pit Bull se encarama a un tejado; mi hermano trepa como puede y se coloca a su lado, intentando compensar con dignidad su poca talla. Pit Bull habla; mi hermano lo escucha como si estuviera contemplando el parto del mundo. Pit Bull ejercita su tren superior; mi hermano lo imita. A lo mejor está enamorado. Debe de ser cosa de familia. A lo mejor sólo quiere convertirse en alguien tan arrojado como él. ¿Y Biber? Bueno, Biber se acicala. Después del desayuno, se acicala. Durante toda la mañana, se acicala. En el tejado sur, se acicala. Donde paran las palomas, se acicala. Cuando el cielo se pone rojo. Cuando una tarde más los vencejos empiezan a vacilarnos. Cuando ya apenas si nos distinguimos las caras. Antes de dormir. Yo creo que hasta dormido se acicala. Pone una postura, así, coqueta y trabajada, como si buscase tener el menor rozamiento con el aire. Un tipo lindo, Biber.

Así que cada uno va a lo suyo, menos mi hermano, que va a lo de Pit Bull. Y no nos va mal. Sin embargo, a veces, cuando consigo apartar la vista de mi espectáculo favorito, y al fin parpadear, siento un poquito de nostalgia. Me acuerdo del tiempo que compartimos los cuatro en el refugio, antes de que la puerta quedara abierta para siempre. Me acuerdo de las primeras horas allí adentro, cuando nos apretábamos los unos contra los otros fingiendo que hacía frío, y no, no era para tanto. De las historietas que ya entonces Pit Bull nos contaba. Leyendas sobre el Gran Cielo con que sus padres trataban de hacerlo dormir. Viajes extraordinarios de unos parientes que debían de ser tan peliculeros como él. Grandes picos nevados, completamente quietos, y montañas vacilantes de agua. Nos hablaba de enemigos y de esbirros. Describía Nuestro Hogar Auténtico en los Rocas con tal precisión que casi nos hacía olvidar que, como nosotros, él también nació encerrado. Nos contaba relatos escalofriantes sobre el Demonio de los Ojos Amarillos. Cuerpos devorados. Hogares desbaratados en medio de uno de esos silencios que se recuerdan durante generaciones. Mi hermano le hacía los coros como si supiera algo de la vida. Biber componía un mohín de indiferencia, y declaraba que en Nuestro Hogar Auténtico en los Rocas podían esperarlo sentados. Yo me ovillaba en mi rincón preferido. Era pavoroso. Pero estábamos los cuatro juntos y se trataba sólo de palabras. Era una manera de darnos ánimos y olvidar lo que acababa de pasarnos. Era una argucia para no pensar. Era consolador y divertido.

Ah, pero estos días la nostalgia es un gas volátil, y yo tengo mejores cosas que hacer. Abro los ojos cuando todavía no ha amanecido, y me planto en mi atalaya favorita. Miro. Miro. Miro. Me bajo cuando llega el desayuno, y engullo a toda velocidad, porque no quiero perderme ni un minuto del espectáculo, pero tampoco quiero estar tan débil como para caerme del tejado. Los otros me observan y se interrogan con la mirada. Qué le está pasando a nuestro Lento. Me da igual. Yo vuelvo a mi puesto, con el buche todavía lleno. Y miro. Y miro. En general sigo sin comprender gran cosa. Pero el miedo se ha secado igual que los charcos.

Es verdad que la primera vez fue otro trauma. Pit Bull insistía tanto, y ven, Lento, y venga, Lento, y mira-mira-mira, Lento, y no seas cobarde, Lentoo, que tuve que dejarme izar. El corazón se me salía por la garganta. Al principio bastante tenía con mantener el equilibrio. Los hay que parecen haber nacido sabiendo de sobra lo que son los planos inclinados. Yo no soy de esos, claro. Pero tengo que decir que Pit Bull se quedó todo el rato a mi lado, y que en ningún momento se le ocurrió gastarme la broma tan poco graciosa de darme un empujoncito. Todo lo contrario. Los ojos ya me dolían de tanto como los estaba apretando, cuando por fin me decidí a abrirlos. Me resbalé del susto. Estábamos muy alto, y ahí abajo pululaban decenas de Gigantes. Si no hubiera sido por Pit Bull, me habría despeñado.

Y si no hubiera sido por él, ahora no estaría lamentando todo el tiempo precioso que perdí hasta que pude volver a armarme de un valor del que al parecer carezco. A veces yo mismo me observo, y me pregunto “pero qué estás haciendo, Lento”. Aquella segunda vez me acordaba de todo lo que llevo vivido ya. Tanto miedo. Tanta angustia. La separación de los Padres. El revuelo. Los ojos apaisados de la primera Gente Grande, clavados en mí. El refugio. La puerta que se abre. Una y otra vez, Lo Desconocido. Repasaba todo eso, y me decía que nada de lo que ocurriera podría ser peor. Entonces ya estaba arriba, solito. Y ya abría los párpados casi soldados. Los Gigantes se movían de acá para allá. A duras penas, yo respiraba. Ninguno parecía percatarse de mi presencia. Yo respiraba. La altura jugaba a mi favor. Yo seguía respirando. Desde arriba no lograba distinguir sus ojos codiciosos ni sus poderosas garras. Inhalaba. Los veía aparecer por donde sale el sol; desaparecían por donde se pone. Exhalaba. Un río de gigantes. Todos parecidos, todos distintos. Inhalaba. Me atrevía a escoger uno, y lo seguía hasta perderlo de vista en la distancia. Exhalaba. Ninguno de aquellos movimientos terroríficos de sus raros brazos finos, nada que amenazase con volver a atenazarme. Inhalaba. Se movían de un sitio a otro sobre sus dos patas, tan rápidos, tan ciegos, tan decididos. Exhalaba. Ninguno hizo tampoco el amago de echarse a volar, como las palomas o los estorninos. Así que los Gigantes no son todopoderosos, creo que llegué hasta a gritar. Cazé una mirada piadosa de Biber. Y después fue cuando se me olvidó respirar. Pasa eso, cuando estás encandilado. Ahora yo soy el único que se cree las historias que el bueno de Pit Bull se trae de sus correrías.

6 comentarios:

  1. Pero qué tierno es nuestro Lento... es súper adorable!!!

    Me tienes muy intrigada niña, me alegro de que no lo dejaras solo en episodio piloto.

    Un besín!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Mi propósito es ir a capítulo semanal. Si no lo impide la contraprogramación.

      Besos, hermosa.

      Eliminar
  2. Anónimo entre comillas26 mayo, 2013 23:41

    ¿Entonces Lento está enamorado de Pit Bull?
    Esta historia me recuerda una serie de la televisión de mi infancia, "Tierra de Gigantes" que me gustaba mucho, aunque aquello fueran capítulos de una trama simple y repetida.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Nooor. ¡De los Gigantes!
      No sé de qué serie me hablas. No lo interpretes como una forma sutil de meterme con tu edad provecta.

      Eliminar
  3. lectoraadicta30 mayo, 2013 20:47

    Sigue, por favor. Me encanta.

    ResponderEliminar