Vuelvo
a verte por fin, y me recuerdas más que nunca a la versión de ti
que guardo de la primera vez. Estabas recién bajado de un autobús.
Era verano, quizá, o quizá uno de esos meses con talento imitativo
que merodean en torno al verano. A lo mejor mi memoria me engaña y
no llevabas puesta una camiseta roja. A lo mejor la morenez de tu
cara se ha convertido en un axioma tan firme que he olvidado que en
su momento me sorprendiera. Lo que sí me sorprendió fue tu espalda.
Porque era ancha. Flagrantemente más ancha que tu cintura. Me habían
hablado tanto de ti, con un romanticismo tan velado. Habían pintado
sobre tu nombre un personaje tan teñido de drama, que casi esperaba
que fueras algo pajizo e impalpable. Todo lo contrario: tostado,
rotundamente físico. Te estudié de refilón en el autobús urbano
que nos llevaba de la estación a mi casa. Mirabas por las lunas, con
una sonrisa ligera en la cara. Y tenías pinta de servir para la
vendimia. Supe que tu cuadro iba a ser rápidamente restaurado, y que
tu imagen iba a limpiarse de unas cuantas capas de añadidos
barrocos. Así es como poco a poco se fue disolviendo el amigo de
otra persona, y como apareció mi amigo.
Luego,
a lo largo de estos años, te fuiste redondeando. Igual de moreno,
igual de robusto, pero con el protagonismo de la espalda mitigado a
nivel abdominal. El piso de un dormitorio que compraste se llenó con
otra persona y un gato, y la vida doméstica te empezó a moldear. Y
ahora que allí ya no te esperan ni gato ni persona; ahora que estás
ardiendo, y que otra historia actúa en tu cuerpo como un by-pass
gástrico, vuelvo a tener de frente al moreno de la camiseta roja y
la espalda gallarda.
¿Y
sabes una cosa? Te quiero siempre, lo que no deja de ser un triunfo
sobre todos los meses que han de pasar hasta que al fin nos vemos, y
ya que estamos, sobre el embate del tiempo en general. Pero te adoro
enamorado. Cuando te ríes avergonzado de tu propia incontinencia.
Cuando escondes la cara entre los brazos, y te conviertes en una
colegiala. Cuando, con un candor que descuadra, me pides consejo para
un bonito plan romántico. Entonces me cuesta poco imaginar que entre
tu ombligo y el mío vuelve a tensarse un cordón umbilical. Y siento
una especie de embarazo psicológico. Como si me dejase conducir
hasta un estado de encandilamiento abstracto.
Ahora
media Andalucía vuelve a separarnos, pero yo sigo nutriendo a mi
pequeño embrión de arrobo. Me tumbo en el sofá, y pienso en
recetas salpicadas de hierbas y frutas tropicales, y si no te mando
por correo un seductor menú completo es porque madrugo demasiado
como para no ser abducida por la siesta. Salgo a la calle, y mientras
trato de adaptarme al torbellino del tráfico, sigo fantaseando con
la idea de algún día prepararte una mesa para dos en el huerto de
Estepona, donde los aguacates, con farolillos colgando de la carpa de
sus ramas, y pan de aceitunas negras, y yo terminando vuestros platos
arriba en la casa, con muchas menudencias, y muchas vinagretas y
cosas crudas, y mucho mango.
Evoco
también algunos de mis viejos y arbitrarios idilios. Vuelvo a
rescatar trozos de historia censuradas con un espíritu de abrazo. Y
miro con ternura a la idiota que se enamoraba hasta de los líquenes,
de un brazo, de un solo rizo de una cabellera, de una autocaravana,
de toda una ciudad proyectada sobre una figura flaca. Era nada más
que humo y figuración y ganas de rebosarme. Y sin embargo, qué
conmovedor. Porque los amores de mentirijilla me espoleaban de
verdad, y me cincelaban de verdad, y me ponían en el camino de la
persona que yo deseaba ser. Eso era. Me enamoraba de la idea de un
hombre libre, y entonces mi vocación de libertad empezaba a
apuntalarse. Mis ganas de querer fabricaban personajes imaginarios y
completamente autogestionados que, sin embargo, me servían para
salir de mí misma. Cómo me educaba para los encuentros que
proyectaba. Cómo me instaba a ser menos tímida, más alegre y
dispuesta. Con cuánto empeño trataba de convertirme en una persona
digna de ser querida. Deseaba espejismos y construía futuro. Eso es
lo que hacía.
Así
que fíjate. Me has contaminado. Me he llevado pegada en la cara y en
las manos parte de tu purpurina. Me he colocado como un camaleón
encima de tu sentimiento, y me he vuelto roja y dorada. Me he
devuelto parte del amor no tan estéril que alguna vez quemé. Y me
ha parecido verte de nuevo por primera vez. Qué más puede ganarse
con una historia ajena.
Eso
contando con que alguna de tus historias pudiera resultarme a mí
ajena.