Yo me
río de uno que conozco diciéndole que padece de gerontofilia.
Geronto, ¿qué? Gerontofilia. ¿Es una enfermedad? Bueno, si te
mantienes por debajo del umbral “no te quedes solo ni un minuto
cuando te metan en el talego”, no tiene por qué ser preocupante.
¿Es una perversión sexual? Según la Wikipedia, sí, en efecto. Pero mis tiros no van por ahí. A esa persona que conozco los
ancianitos le molan, le molan muchísimo más de lo que a ciertos
adultos nos pueda parecer sano, pero, que yo sepa, todavía no se excita con
la visión de una dentadura postiza puesta en remojo, ni merodea por
las casetas de feria municipales en busca de una abuela pechugona que
le dé lo que no saben darle las mozas de su edad, no sé, mimo sin
contraprestraciones, papas fritas con huevo y croquetas en cada
desayuno/comida/cena, calcetines zurcidos y una pensión de
viudedad en el horizonte cercano.
Entonces,
el verbo “padecer”, ¿a qué viene? Él es feliz chismorreando
con sus amiguetes octogenarios sobre toros y malcasadas. Los viejos a
los que colma de atenciones son felices como perdices. Así que ¿a quién le
pueden molestar sus querencias sociales? Pues a mí, obviamente.
Porque la loa genérica a la arruga me incomoda. Lo confieso. Y
porque a veces mi blando corazón se precipita de boca hacia la
malbichez. Lo asumo. Pero es que yo respeto más al individuo que al
grupo en el que éste se engloba, querido lector de mente abierta. En
realidad, es una máxima de lo más inofensiva: observa, analiza tu
experiencia, y no simplifiques. No todos los portugueses tienen una
boca que podría ser desgastada en cuatro o cinco noches. Yo he visto
callos. No todos los miembros de la etnia Z que viven en la bella
localidad de Pinos Puente cuentan, entre sus actividades de ocio
favoritas, la de meter fuego en el monte, o la de apedrear camiones
de extinción de incendios. Algunos prefieren, simplemente, robar
mangueras. Y no todos las seres humanos merecen que se les condonen
sus vicios y sus torpezas por el solo hecho de superar la edad de la
jubilación.
Es un
dulce consuelo pensar que los achaques de la vejez van a verse
compensados con una sabiduría más fina. Que uno, conforme empiecen
a flaquearle las piernas o a disparársele la tensión, sabrá
afrontar la decadencia con unas herramientas mentales que, con la
edad, se habrán hecho cada vez más diestras y sutiles. Que los años
ahorrados podrán ser canjeados, al fin, por una buena suma de
conocimientos contantes y sonantes. Que el corazón, aunque lento y
atascado por placas de colesterol, será ya a esas alturas lo bastante
tolerante como para mirar a los otros de manera compasiva. Habremos
vivido tanto que todo nos resultará familiar, y a todo sabremos
aplicarle una suave sonrisa balsámica. Pero, con la mano en el
pecho, ¿eso pasa? ¿Siempre? ¿Sin matices? Los viejos son dignos de toda
solidaridad, por supuesto, como sufridores que son de las trampas de
sus cuerpos. Pero ¿se merecen, todos ellos, ser elevados a la
categoría de ejemplo, por el hecho de haber vivido más años? En efecto,
son un avance de las renuncias que nos esperan. ¿Es preciso
compensarlos por ello con nuestra condescendencia?
La
persona a la que conozco me repite una y otra vez lo mucho que
aprende de sus charlas con los viejos. Qué, pregunto yo. Mucho,
responde. Qué. Mucho. Qué. Mucho. Así podemos hacernos un cuarto
de hora mayores. Me cuentan sus historias, dice por fin. Cuáles. Yo
qué sé, sus historias. Cuáles. Sus historias. Etc. Y yo, que soy
muy aplicada, porque luego no quiero generalizar, empiezo a hacer
recuento de las historias que les he escuchado a algunos de esos
mismos viejos. Historias de cuando no había nada más que escasez y
sabañones. Historias de largas caminatas a pie hasta la era o el
huerto. De reglazos en la mano, las raras ocasiones en las que podían
ir a la escuela. Historias de niños enterrados en los patios de los
conventos. De señoritos sin alma que bebían agua cristalina del
pozo, mientras ellos tenían que conformarse con la mugre de la
acequia. Historias de ellos y nosotros, todavía. De socialistas y
fachas, todavía. Del cura malo y la beata peor. Escucho esas
historias de viejos de pueblo, y me compadezco de sus traumas. Y, a
la vez, sin que yo haga mucho por evitarlo, siento una punta de
rechazo. Porque el regodeo es una cosa de la que suelo cansarme más
bien pronto.
Y hay
más. El miedo por sistema. A volver a casa solo, cuando la noche se
echa encima. A los coches que doblan la esquina. A la acera húmeda.
A las corrientes de aire. A los moros. A que hay mucho malo. A los
forasteros. A los medicamentos genéricos. A Zapatero. A Rajoy. A que
“Arrayán” se acabe. Hay más. Las manías de toda una vida,
redobladas. La obsesión por el parte meteorológico. La aversión al
más mínimo cambio. El punto de vista fosilizado. El fatalismo
profesional. Y yo, ojo, lo comprendo todo. Me figuro el veneno
psicológico que tiene que acarrear el hacerse uno consciente de que,
a cada día que pasa, se es menos capaz de hacer lo que siempre se
ha podido, o que la película está a punto de acabar. Mal. Y supongo
que habrá causas puramente fisiológicas que justifiquen los
empecinamientos y la irritabilidad y la resistencia a escuchar
versiones ajenas de la vida. Neuronas artríticas, desconexiones de
la capacidad de aprendizaje, todo ese tipo de descalabro orgánico.
Pero
si el aprendizaje del desaliento es el único que pueden ofrecer esos
viejos a los que mi conocido adora, entonces yo, la lección del
tiempo, prefiero ir estudiándomela de manera autodidacta.
(Os dejo esta cancioncilla que os recomienda a ayudar a los abuelitos. Igual que yo)
Hay tantas cosas que damos por sentadas...y a poco que uno rasca, se encuentra este post. De acuerdo con él y con lo que estomagan las verdades absolutas.
ResponderEliminarLaura
Chica que bien se te dá poner el dedo en la llaga.
ResponderEliminarEn contra del título de la etiqueta,el ensayo,a mi entender,no puede ser más sabio
Ademas de tronchante.