jueves, 1 de noviembre de 2012

Apuntes tiernos

Entre el trabajo, la compra, las entradas y salidas del hospital, estos días se me desmigan entre las manos. A todos sitios llevo de contrabando mi libreta, y si me encuentro con un trocito de tiempo en el que pueda jugar al escondite con los acontecimientos, entonces me paro y apunto algo. Son las ocho de la mañana; los compañeros pululan en torno al jefe, distrayéndolo con preguntitas para retrasar el momento de las órdenes. Yo anoto. Espero mi turno en la pescadería. Yo observo el ris ris del cuchillo, y anoto. Estoy cocinando, me seco las manos en el trapo y, mascando coliflor cruda, anoto. Voy camino del hospital o de la biblioteca; me cruzo con chicas de colmillos sangrientos, disfrazadas para ligar en alguna fiesta de Halloween, y también con gente pálida y con ojeras que ojalá fueran maquillaje. Y cazo, colecciono, embalsamo, anoto. Luego, mucho antes de que pueda darme cuenta, llega la noche. Y se acaba el escondite. El sueño me ha encontrado. Ahora es a mí a quien le toca cerrar los ojos, contar uno, dos, tres, diez, y darle tiempo al tiempo para que se esconda. Así no hay quien escriba un par de páginas con párrafos bien trabados. Por eso, cuando los días se desmigan, y no encuentro tiempo para poner en orden sus partes y organizarlos, tengo que conformarme con hacer inventario. Es cuando echo mano de las anotaciones de mi libreta, y os sirvo una lista.

Hoy la cosa va sobre la ternura. No sé si será cosa de este tiempo peleón, o de la indefinición hormonal en que se debate mi aparato reproductor desde hace unos tres meses. El caso es que hay días en que mi corazón es una puritita masa de blandiblú. Mucho de lo que capto por la calle, o de lo que recuerdo, tiene una textura tan delicada que me arranca gemidos.  Y es una emoción, esta de la ternura, mucho más intrincada de lo que quieren hacernos creer los anuncios de perfumes. Una amalgama de dulzura, belleza y congoja que no se explica sólo con la enumeración de sus partes. Hay algo más, algo inaprensible que quizás coincida con la misma fragilidad de lo que provoca esa ternura. Una sensación de vulnerabilidad y de acoso, o la intuición de que eso tan tierno está a punto de esfumarse, de diluirse en la velocidad del mundo o de transformarse en algo más duro y estable. ¿Cómo no reaccionar, entonces, queriendo recoger de la calle toda esa ternura, llevándotela a casa, igual que haces con las conchas y piedras bonitas que te encuentras a la orilla del mar? Por ejemplo:

Los trabajadores de las obras del metro, a las dos de la tarde, en un Camino de Ronda que recuerda a los peores años de Kabul. Sentados sobre sus cascos, apretados entre sí, comiéndose un bocadillo, pinchando de un tupper. A centímetros de las huellas tornasoladas de los coches, de los charcos con espuma, de los pegotes de cemento. Uno de ellos calienta el contenido de un cazo en un camping-gas diminuto. El de su lado no se ha quitado los guantes.

Los estudiantes arrastrando la maleta y los pies por la ciudad, a última hora de la tarde del domingo. Todos los cocidos y las berzas y las lentejas que mi madre metió entonces en mi equipaje.

Las enfermeras. Sus rebequitas azul marino. La manera en que casi todas se frotan los dedos por los pasillos inclementes del hospital. Las faldas de la mesa camilla que asoma por la puerta a medio cerrar de su sala de espera.

Hace un millón de años, mi padre se compró un helado, a lo mejor mientras regresaba del trabajo, y al quitarle el envoltorio, se le cayó entero al suelo. No creo que volviera al quiosco a por otro.

El mimo, la morosidad con que algunos pescaderos le sacan los filetes a la lubina, a los rodaballos que voy a llevarme, como si estuvieran manejando planchas de plata maciza, o un Stradivarius.

Hay un viejo que sube todas las mañanas la cuesta adonde miran mis balcones, acompañado de su perro. El animal sube un escalón. Su dueño le jalea. ¡Vaya un perro bueno! El perro ladra, sube otro escalón, se para. Qué perro tan listo. Guau. Otro escalón. ¡Yo no he visto otro igual! Guau, guau. Esta ceremonia de ascensión y diálogo se repite hasta que la cuesta se acaba. Todos los santos días.

Los pastores sentados en una piedra. La gente que escribe en la calle.

También los viejos leyendo las portadas de los periódicos en un quiosco de la Baixa lisboeta. Sin merodeo ni recato: el quiosquero, antes de que se haga el día, cuelga con pinzas un ejemplar de cada uno de esos periódico, como si fueran las famosas coladas que ondean allá en Alfama, sólo para que los viejos les echen un vistazo. Y ellos nunca se llevan uno, bien seco y doblado bajo el brazo, para terminar de leerlo sentados en un banco.

Foi Lisboa antiga

El bocadillo de jamón, envuelto en papel de aluminio, que Jose se dejó preparado sobre la encimera de la cocina, para comérselo en diez minutos, entre la vuelta del hospital y la marcha al trabajo. Que a él le parezca tierno cuando yo le hablo a la comida que se asa en el horno (me encantáis, boniatillos). Los niños con las orejas muy, muy volantonas. Los músicos callejeros que cantan de pena. Las cagarrutas que dejaba un rebaño de cabras sobre el asfalto, cuando atravesaba el pueblo de mi madre.

Dos personas engarzadas bajo el mismo paraguas. Los semáforos que siguen poniéndose rojos y verdes para nadie, porque el paso de peatones que regulan ha quedado cegado por una obra en la calle. Cuando el Genil baja de color café con leche en vaso, después de una tormenta, y recupera cierta compostura de río auténtico, siendo como es un canal en el que habitualmente falta agua, y sobra cemento.

Y de nuevo en Lisboa. Jardim da Estrela. Un banco frente a uno de esos templetes para bandas de música que parecen un liguero nupcial. Un chico que me recuerda a Julio Cortázar enseña a montar en bici a una mujer que debe de haber parido ya un par de veces. Él es paciente y pausado como un maestro zen. Ella zozobra sobre ruedas, pero no pone excusas, no da grititos, no le gruñe al que le enseña. Porque no se conocen, claro. Porque esta es una clase pagada. De repente un crío empieza a caracolear alrededor de ella, como un matoncillo de western. Se ríe, fanfarronea con derrapes y frenazos suicidas, le pregunta la edad. Se escucha un sorprendidísimo ¡¡¿¿ Trinta e cinco ??!!

Os amo. A los dos. Así que no me denunciéis. Al jardim también.

La gente a la que se le forma hoyuelos al sonreír. La gente que acaba los bostezos con un gorjeo. Los policías que bostezan. Toda la gente que bosteza por la calle. Los pelos sobre la almohada de la gente a la que quiero.


2 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas02 noviembre, 2012 22:55

    Gracias por mostrar, con una clase práctica, el making of...¡de la ternura!

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  2. Me gusta este post!
    Me gustaría tener tu(tu qué),para ir por la vida captándolo todo,pero me pasa que casi siempre voy mirando al suelo,aprendí bien esa lección de mi madre cuando nos decía"mirad al suelo para ver dónde pisáis".

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