Ahí me tenéis, con las tetas al aire, y
dejándome tentar por conductas autolesivas. O directamente
homicidas. Todo es de color marfil en el probador de Intimissimi,
todo cursi como los arreglos de una novia en el día de su boda. Los
sujetadores se multiplican como una plaga, se amontonan en las
perchas, desbordan el banco de madera elegantemente teñida, resbalan
al suelo. Y ninguno me queda bien. Son demasiado grandes, demasiado
autocomplacientes. Me pierdo dentro de su esqueleto de almohadillas y
aros. Y yo, que aborrezco del discurso feminista, me miro los lunares
y la marca delatora de las costillas en el espejo, y me pregunto qué
fue de aquello de quemar la ropa interior, y por qué los sujetadores
recuerdan cada vez más a miriñaques. Qué hago yo aquí, mujer
liberada hasta de su forzosa condición femenina, buscando uno que se
esconda con discreción detrás del vestido que me he comprado para
la boda de mi prima, y que resalte, a la vez, mis nulos encantos. O
que al menos no los convierta en una de esas tortas de la Virgen con
que dos de cada tres granadinos se pasean hoy por las calles.
Ahí me tenéis, diciendo maldición, y
humillándome ante mis cromosomas XX. Porque mi vestido es precioso y
complicado. De muñeca, dice Jose. Con qué tipo de primas y
vecinitas perversas te relacionabas tú de pequeño, digo yo. Mi
vestido es rosa, como corresponde a una muñeca. Rosa coral, para
matizar un poco tanta connotación pasiva. Con escote palabra de
honor. Es que te meas con el dramatismo imperecedero de lo
castellano. Lo que en inglés, strapless, “sin tirantes”,
es seco, conciso, puramente descriptivo, en castellano se convierte
en una orgía de caballeros con la mano en el pecho, juramentos,
guiños y damas en las que el recato es disfraz de guarrería.
Palabra de honor que no se cae si tú no tiras de él. Una
corrección: mi vestido tiene un falso escote palabra de honor,
porque se sostiene malamente con una pieza de encaje. Con lo cual mi
vestido de muñeca se hace cada vez más sospechosamente muñeca
inflable. El caso es que cualquier sujetador de cualquier hembra
humana contemporánea – ya se sabe, de esas que se empeñan en
trabajar y tener una vida activa y sudar en los gimnasios y cargar
las bolsas del Mercadona y correr por las calles para llegar a tiempo
al colegio de sus crías y amamantarlas y ser
montañeras/espeleólogas/surferas y, a pesar de todo ello, conservar
sus mamas más cerca de las amígdalas que del ombligo, para gustarse
a sí mismas, por supuesto, o al menos para gustarse más de lo que
le gustan las demás, porque ¿qué hembra contemporánea le da valor
a lo que le guste a los machos de su especie? – cualquier sujetador
cotidiano asoma descaradamente por encima de la palabra de honor y a
través del encaje. El horror, el horror.
Así que me pruebo todo tipo de
sujetadores. Con vocación de invisibilidad. Con aspecto de venda
deportiva. Apropiados para una escapada de recuperación de la chispa
conyugal. Apropiados para las profesionales del oficio. Con aros
ocultos como un pecado. Sin aros. Con relleno. Los que no tienen
relleno los descarto con un suspiro de nostalgia. Y qué, le voy
diciendo mientras a ese reflejo huesudo del espejo. Y qué si un
centímetro de tejido sintético asoma por un escote ridículo. Y qué
si nunca tendré, sin ayuda de la cirujía, unos melones de Galia
redonditos y globosos que rimen con mis redondas y globosas nalgas,
igual que rima todo en los templos hindúes
Pues yo me hincho de curry, y ni de coña se me ponen así de redondas |
Y qué si me pongo un sujetador de
algodón, con un lacito azul sobre el esternón, como el primero que
me compró mi mamá, puesto que vuelvo a tener pechos de treceañera.
Y qué si no llevo ropa interior, y mis pezones se marcan como
frambuesas bajo el rosa coral. Y qué si voy a una boda en vaqueros
(y sandalias verdes de tacón. A eso no estoy dispuesta a renunciar).
Y qué si dejo colgado ese condenado vestido hasta que las noches
vuelvan a oler a dama de noche y espetos. Y qué si me niego a pasar
frío. Y qué si reconozco que un vestido así, junto a un puesto de
castañas asadas, es tan absurdo como un pingüino en Fuengirola. Y
qué si no vuelvo a ir a una boda nunca jamás. Y qué si escribo un
post sobre el conjunto de síntomas que las bodas manchegas me
provocan. Y qué si eso me convierte en una proscrita, y un piquete
de camioneros furiosos me impide franquear Despeñaperros, y me
obliga a coger la Ruta de la Plata, cada vez que quiera ir al norte.
Y qué si estrangulo con seda turquesa a la dependienta que me ha
pasado por detrás de la cortinilla un sujetador de la talla 80, y
que, maldito sea su ojo clínico, ha dado en el clavo.
Pero lo que yo quería contar, antes de
que una sobredosis de estrógenos me arruinara el post y la seguridad
física, es que, en el probador contiguo al mío, unos padres
aconsejan a su hija adolescente. Volved a leer la frase. Unos padres.
Un ser humano con tacones junto a un ser humano con barba. Y, ahora,
que levante la mano la que alguna vez haya ido a comprarse ropa
interior con su papá. Al Intimissimi, donde cada centímetro
cuadrado de raso y encaje habla de maniobras jadeantes en la
oscuridad. Cuando vi a ese hombre paciente y pícaro a la vez, pensé
en mi padre. En la reserva y en la impermeabilidad de mi padre. En la
nube de emociones que nunca ha sabido o ha querido, no lo sé,
expresar. Y pensé en cómo habría terminado siendo yo, de haber
tenido un padre que nos hubiera acompañado a mí y a mi madre a
comprar sujetadores *. Pero esa es otra historia.
(*¿Alguien ha pensado que culpo de
algo a alguien? ¿Alguien me acusa de freudismo barato? Nada más
lejos de la realidad. Mi historia es como es y así la quiero.
Simplemente, me intrigan todas las otras semillas de Silvia que nunca
llegaron a fructificar)