Entonces,
hace cinco años,
No
había aparecido el verdadero primer novio de mi historia. Empezaba a
estar más cerca de los treinta que de los veinticinco, ay, y todavía
no sabía meter las palabras “amor” y “convivencia” dentro
de un mismo relato. Empezaba a considerarme una verdadera desahuciada
de la vida en pareja. Yo siempre era el número impar en las
reuniones, siempre era la amiga soltera y molona de los dúos que
conjugaban todos los verbos en primera persona del plural. Siempre
pedía habitaciones simples en los hoteles. No sabía lo que era
comprar algo a medias, decidir a medias, compartir el cuarto de baño.
Así que tenía pudores muy fuertes. Me asustaba mi propia desnudez y
los ruidos indiscretos de mi cuerpo. No sabía dormir con nadie, no
sabía discutir sin que se me partiera el corazón como a una heroína
romántica. Y era incapaz de concentrarme en cualquier actividad, la
lectura, la escritura, el simple estar sentadita en un sofá, si
sabía que había alguien ahí, apostado y esperándome con todo su
arsenal de juicios y expectativas. Sólo había tenido una auténtica
intimidad conmigo misma, y por eso el tú me causaba aún un tremendo
respeto. Así que tenía un corazón de mentirijilla. Me enamoraba
siete veces al año, y hasta siete veces al día, y alguna de esas
veces, las más raras, de repente me encontraba en la misma
habitación oscura con el objeto de mis deseos y, entonces, al día
siguiente...no pasaba nada. Siempre había un desajuste, un
malentendido. Él, de repente, ya no me quería, o a lo mejor era yo
la que nunca lo había querido. El contrato de las ilusiones se
quebraba. Aunque, repito, normalmente no había que llegar tan lejos.
Bastaba con imaginar, o con besar al primero que pasara por ahí, con
una propuesta no muy sólida de calor en las manos. Cada dos por
tres me decía “¿pero quién es este, Silvia, qué haces con un
tío al que te daría vergüenza presentar a tus amigos?” Llevada
una modesta vida de mujer alegre, aunque durmiera poco y tuviera
ojeras.
Y
vivía en una casa oscura y antipática que se resistía a mis
intentos de convertirla en un hogar. Tres años, tres, me pase
barriendo, como una Sísifa, las hojas de ailanto que caían sobre
el desaprovechado patio interno en el que me empeñaba en colocar
macetas, hasta que me cansé de que se murieran de pena, de un día
para otro. Me pasaba la vida en la calle, para estar el mínimo
tiempo posible en esa que tanto me costaba llamar “mi casa”, y,
cuando volvía a ella, sólo me saludaban el ronroneo de la nevera y
el de los trenes que se ponían a punto en el taller de Renfe que
había a la espalda de mi edificio. La soledad era aquello.
Todavía
me tomaba el hecho de vivir en Granada como una especie de profesión
cuyo sueldo se me pagaría en experiencias y gente interesante.
Todavía creía que la ciudad era el único ambiente razonable donde
podía florecer una vida rica. Todavía confiaba más en el poder del
sitio que en el de mi propia voluntad. Iba del Cineclub de la
Facultad de Ciencias a escuchar un concierto con pretensiones de
intimidad en la muy pretenciosa “Tertulia”, de la clase de danza
del vientre a alguna sala de conferencias en la que sólo se ocupaban
las cuatro primeras filas. En el fondo, seguía pensando que la
ciudad me iba a compensar de alguna forma por las horas amorfas que
gasté esperando, sentada en mi cama turca de Jimena, a ser invitada
a todas las fiestas. Y quedaba muchas veces a merendar café con
leche y tarta con mis dos tías. Ahora sólo bebo café americano en
el desayuno, sólo meriendo dulces cuando mi madre hace un bizcocho,
y sólo hay una tía.
Se
me ponía cara de beata cuando hablaba de viajes. Quería moverme,
más que estar. Acumular destinos, más que mirar. Fui por primera
vez a Croacia, por primera vez al Cabo de Gata, por primera vez a
Oporto. Llené mi disco duro de fotos, para luego poder afirmar
“anda, pues sí que es verdad que estuve allí”. Y, sin embargo,
carecía de este exceso de energía física que ahora necesito
enfriar en la piscina, en el monte o en cualquier otro sitio
peregrino que cualquiera tenga a bien proponerme.
Jamás
pensé que llegaría a tomarme medio en serio la idea de
identificarme con una imagen de escritora. Nunca me propuse someterme
a una rutina de entrenamiento literario. Ni en la más idealista de
mis fantasías concebí que algún día tendría (pocos) lectores, ni
que esos (pocos) lectores se apostarían a mi espalda mientras
escribo. Me limitaba a rellenar diarios que ahora me apestan a lírica
empantanada. Vomitaba como una bulímica mis estados de ánimo. Había
en ellos poca calle, pocos calendarios, muy pocos figurantes o
personajes secundarios, ningún argumento. Ahora los veo ahí,
encerrados tras el cristal de la vitrina, y me da miedo de que se
escapen. A veces los abro, y tengo que cerrarlos inmediatamente,
porque me repele reconocer mi letra usada en formas de expresión e
ideas intrincadas que en absoluto reconozco como propias.
Hace
cinco años seguía siendo una completa inadaptada a la realidad. Mis
sentimientos y mis perspectivas cotizaban a la alza en el mercado de
la economía especulativa. Hace cinco años tenía más miedos que
ahora. ¿Y dentro de otros cinco años? ¿Me gustaré más que ahora?
A veces contemplo y escucho a personas mucho mayores que yo, y me
aterra darme cuenta lo vulnerables que siguen siendo a la
impaciencia, a la preocupación o al desengaño. Entonces desconfío,
y me digo que el poder de la experiencia para amansar y desatar los
conflictos humanos es otra de las Grandes Tomaduras de Pelo de la
Humanidad. Y, pese a ello, y a que la idea de progreso esté de lo
más devaluada, yo sigo teniendo fe en que dentro de cinco años seré
una persona más sólida y completa, más suelta y alegre todavía de
lo que soy ahora.