Si no le doy la espalda hoy
a esta ventana no escribo. Así de simple. El sol transparente de
febrero es un antídoto contra toda pretensión de trascendencia. Qué
escándalo de hierba. Cómo se está desquitando lo endeble. Hasta el
imponente eucalipto de al lado del camino está conteniendo las
ramas. Como pensando: que no se mueva ni cante nada que no sea
pequeño. Las ranas, anoche, por ejemplo: un delirio. Sé que si me
hubiera acercado adonde se juntan – un charco de lluvia que se
acumula en la excavación de una obra abandonada: bendita justicia –
no hubiera podido volver a la casa, hechizada, empeñada en
corroborar la intuición de que contaban sin más propósito que
expresar alegría.
Y los pajarillos, esos cuyo
nombre desconozco, andan enloquecidos en esta primavera embrionaria.
A veces no saber identificarlos me afrenta. Hoy no: ellos tampoco
conocen el mío. O a lo mejor sí, quién sabe. Estoy leyendo un libro que repasa las ideas sorprendentemente cándidas u obtusas que
los primeros científicos tenían sobre los animales. Tal vez en el
siglo XXII, si sigue habiendo hombres, si lo acompañan algo más que
las cucarachas, sorprenda la petulancia con la que hoy le negamos la
comprensión al resto de seres vivos.
Y por eso es por lo que le
doy la espalda a esta mañana tersa como una cama de sábanas
crujientes, recién puestas. Porque sigo siendo humana y creyendo que
lo que digo tiene que ser dicho, y es más importante que ver crecer
la hierba. Lo que hoy me resulta urgente decir es que a veces me
preocupa no ser lo bastante honesta. A veces no: cuando le doy al
botón de publicar estos textos.
A veces tengo la certeza de
que hay una brecha entre quien soy realmente y esta versión tuneada
que me escribo. Que el yo fijado con la laca del lenguaje, más que
una crónica o un resumen, es una proyección o un plan de viaje. No
soy yo, sino quien quisiera ser: yo más una dirección clara, más
la robustez precisa para seguirla sin demasiado desvío, menos el
conformismo, menos los vaivenes, menos la inconsistencia. Mi canción
acabada en un chimpún apasionado, en tonos altos y amplios en lugar
de en interrogantes o puntos suspensivos. Cuando me siento un poco
más frágil me inquieta la fantasía de que algún decepcionado me
exija la devolución del tiempo invertido en lo leído.
Pero hoy en realidad no es
el caso. Quiero decir: que no me siento frágil. Sí, he vuelto a
fracasar en mi empeño de dormir independizada de la química.
Sí, soy un saco de estrógenos andante. Sí, se me han puesto las
tetas como la noche en que voló el reactor de Chernóbil: los fuegos
artificiales más espléndidos y nocivos de la historia. Sí, a esta
edad en que mi hija inventada podría haberme dado ya un nieto, qué
cosa loca, sigue empujándome la carne una muela del juicio a ritmo
de placa tectónica. Pero ¿qué he dicho en el primer párrafo? Que
lo endeble se desquita.
Y yo me desquito pensando en
que a lo mejor el yo aparente es menos honesto que el deseo. Lo que
se aspira, más verdadero que lo que se es. Al fin y al cabo, ser es
creerse ser, el yo una sucesión o un amontonamiento de avatares al
que sólo por convicción interna o hábito llamas por tu nombre
propio: disfraces, máscaras heredadas, parches de distintas edades,
así, así cosidos. Frente a eso, lo que quieres ser parece una
entidad trabada, estable, conmovedoramente sincera. No hay en mí
nada más persistente y honesto que mi deseo de permanecer atenta,
alegre, soberana. De ser liviana y brava.
Y por eso siempre termino
escribiendo, creo, como están cantando estas tardes las ranas.
Refutando insensata y honestamente el invierno.
A esto le he dado la espalda. Hasta ahora |
Lo que eres no es lo que escribes. Eso es seguro. Las ventanas tienen un encanto en estos días que... si no fuera porque ni si quiera hace frío afuera, serían la mejor opción.
ResponderEliminar(En mi caso ayer terminé por aborrecer la del curro que con el sol de enero se puso en los treinta y pico grados y ya me estaba rallando tanto calor.)
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