domingo, 2 de febrero de 2020

Que no cante nada que no sea pequeño


Si no le doy la espalda hoy a esta ventana no escribo. Así de simple. El sol transparente de febrero es un antídoto contra toda pretensión de trascendencia. Qué escándalo de hierba. Cómo se está desquitando lo endeble. Hasta el imponente eucalipto de al lado del camino está conteniendo las ramas. Como pensando: que no se mueva ni cante nada que no sea pequeño. Las ranas, anoche, por ejemplo: un delirio. Sé que si me hubiera acercado adonde se juntan – un charco de lluvia que se acumula en la excavación de una obra abandonada: bendita justicia – no hubiera podido volver a la casa, hechizada, empeñada en corroborar la intuición de que contaban sin más propósito que expresar alegría.

Y los pajarillos, esos cuyo nombre desconozco, andan enloquecidos en esta primavera embrionaria. A veces no saber identificarlos me afrenta. Hoy no: ellos tampoco conocen el mío. O a lo mejor sí, quién sabe. Estoy leyendo un libro que repasa las ideas sorprendentemente cándidas u obtusas que los primeros científicos tenían sobre los animales. Tal vez en el siglo XXII, si sigue habiendo hombres, si lo acompañan algo más que las cucarachas, sorprenda la petulancia con la que hoy le negamos la comprensión al resto de seres vivos.

Y por eso es por lo que le doy la espalda a esta mañana tersa como una cama de sábanas crujientes, recién puestas. Porque sigo siendo humana y creyendo que lo que digo tiene que ser dicho, y es más importante que ver crecer la hierba. Lo que hoy me resulta urgente decir es que a veces me preocupa no ser lo bastante honesta. A veces no: cuando le doy al botón de publicar estos textos.

A veces tengo la certeza de que hay una brecha entre quien soy realmente y esta versión tuneada que me escribo. Que el yo fijado con la laca del lenguaje, más que una crónica o un resumen, es una proyección o un plan de viaje. No soy yo, sino quien quisiera ser: yo más una dirección clara, más la robustez precisa para seguirla sin demasiado desvío, menos el conformismo, menos los vaivenes, menos la inconsistencia. Mi canción acabada en un chimpún apasionado, en tonos altos y amplios en lugar de en interrogantes o puntos suspensivos. Cuando me siento un poco más frágil me inquieta la fantasía de que algún decepcionado me exija la devolución del tiempo invertido en lo leído.

Pero hoy en realidad no es el caso. Quiero decir: que no me siento frágil. Sí, he vuelto a fracasar en mi empeño de dormir independizada de la química. Sí, soy un saco de estrógenos andante. Sí, se me han puesto las tetas como la noche en que voló el reactor de Chernóbil: los fuegos artificiales más espléndidos y nocivos de la historia. Sí, a esta edad en que mi hija inventada podría haberme dado ya un nieto, qué cosa loca, sigue empujándome la carne una muela del juicio a ritmo de placa tectónica. Pero ¿qué he dicho en el primer párrafo? Que lo endeble se desquita.

Y yo me desquito pensando en que a lo mejor el yo aparente es menos honesto que el deseo. Lo que se aspira, más verdadero que lo que se es. Al fin y al cabo, ser es creerse ser, el yo una sucesión o un amontonamiento de avatares al que sólo por convicción interna o hábito llamas por tu nombre propio: disfraces, máscaras heredadas, parches de distintas edades, así, así cosidos. Frente a eso, lo que quieres ser parece una entidad trabada, estable, conmovedoramente sincera. No hay en mí nada más persistente y honesto que mi deseo de permanecer atenta, alegre, soberana. De ser liviana y brava.


Y por eso siempre termino escribiendo, creo, como están cantando estas tardes las ranas. Refutando insensata y honestamente el invierno.


A esto le he dado la espalda. Hasta ahora

3 comentarios:

  1. Lo que eres no es lo que escribes. Eso es seguro. Las ventanas tienen un encanto en estos días que... si no fuera porque ni si quiera hace frío afuera, serían la mejor opción.

    (En mi caso ayer terminé por aborrecer la del curro que con el sol de enero se puso en los treinta y pico grados y ya me estaba rallando tanto calor.)

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