domingo, 16 de febrero de 2020

Con los bolsillos vacíos



A Zeitoun no le gustaba llevar nada de valor encima y agradecía cualquier oportunidad de deshacerse de lo que iban encontrando”.

Zeitoun es una persona real. Zeitoun es también el protagonista del libro de Dave Eggers que lleva su nombre. A Zeitoun le pasan cosas y Dave Eggers las cuenta en un modo documental cuyo tono sobrio sorprende cuando has leído otras de sus obras. Zeitoun navega en una canoa las calles de la Nueva Orleans inundada tras el paso del huracán Katrina, con el propósito de ver con sus propios ojos esa nueva configuración del mundo, de estar a la altura de lo que se presente. Nació en una ciudad siria a la orilla del Mediterráneo, de joven trabajó en barcos mercantes: el agua no puede ser un elemento tan hostil, al menos no tanto como el sistema social que en ella se disuelve.

Yo, que vivo en una ciudad de aire seco, siento de vez en cuando la sed de unas branquias que tengo muy hondas, escondidas. Puedo pasar sin retozar en la playa, carezco del ansia de ver el mar. Pero sí le tengo un apego especial a lo húmedo. Aunque el relente invade y se entromete en ti y no entiende de límites entre aire y carne, mi cuerpo está más cómodo en lugares cortados con agua. Por eso la imagen de un hombre que circula dos metros por encima del nivel de las aceras, asomándose, remo en ristre, al segundo piso de casas que se han quedado vacías, basta para cautivarme. Una vez soñé que de camino al trabajo buceaba las calles en medio de un banco de motos, contenedores de basura, sillas de terrazas, policías urbanos, insólitas criaturas abisales. Mi cerebro, qué majo, travistió la zozobra de los atascos con el recuerdo de una exposición de Chagall que vi en Madrid hace años.

Pero lo que no se podrá diluir ya de mi memoria es esa actitud de Zeitoun de ir deshaciéndose de lo valioso. Cuando leí el par de frases que abren esto de hoy tuve la impresión de haber dado con un mandamiento. Otro más, porque la lectura me permite hacer acopio de mis propios preceptos escogidos, y si no tuviera la cabeza de chorlito que tengo los apuntaría todos en una misma libreta y no en una constelación de papelitos, y los compartiría contigo para que iniciáramos juntos una nueva religión sincrética que armonizara esperanza y albedrío.

Valioso yo no es que tenga una fortuna, ni en lo material ni en lo intangible. No soy dueña más que de un coche viejo, rayado y contaminante que ni siquiera está a mi nombre, un ordenador portátil que arranca según un ciclo hormonal veleidoso, unas gafas que se me deslizan nariz abajo, dos o tres libros que no presto y unas cuantas cosas más de las que no me costaría un drama desprenderme. No tengo la atención más fina del mundo; no tengo erudición en los temas que realmente me importan; no tengo una gran desenvoltura social ni una conversación exuberante; no tengo un tesoro de serenidad ni un capital de constancia, ni una valentía loca ni tampoco demasiada paciencia. Pero ahorro. Cuando tenga un poquito más de todo eso no me olvidaré de ir obsequiando. Ir cargado de tantas cosas valiosas debe de ser un lastre.

Ah, pero tengo un corazón agradecido que se encandila con facilidad. Y me parece que tengo compasión. Alegría no me falta. No me duele nada regalar estos bienes. Como tantas criaturas húmedas, como las estrellas de mar, las esponjas, o los ajolotes, se regeneran espontáneamente.

2 comentarios:

  1. Vivo en una ciudad de aire húmedo y olor a mar. No atesoro cosas valiosas y las pocas que tengo sé que algún día pueden no estar. Y no me va mal la vida...
    Besos y burbujas.

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