“A Zeitoun no le
gustaba llevar nada de valor encima y agradecía cualquier
oportunidad de deshacerse de lo que iban encontrando”.
Zeitoun es una persona real.
Zeitoun es también el protagonista del libro de Dave Eggers que
lleva su nombre. A Zeitoun le pasan cosas y Dave Eggers las cuenta en
un modo documental cuyo tono sobrio sorprende cuando has leído otras
de sus obras. Zeitoun navega en una canoa las calles de la Nueva
Orleans inundada tras el paso del huracán Katrina, con el propósito
de ver con sus propios ojos esa nueva configuración del mundo, de
estar a la altura de lo que se presente. Nació en una ciudad siria a
la orilla del Mediterráneo, de joven trabajó en barcos mercantes:
el agua no puede ser un elemento tan hostil, al menos no tanto como
el sistema social que en ella se disuelve.
Yo, que vivo en una ciudad
de aire seco, siento de vez en cuando la sed de unas branquias que
tengo muy hondas, escondidas. Puedo pasar sin retozar en la playa,
carezco del ansia de ver el mar. Pero sí le tengo un apego especial
a lo húmedo. Aunque el relente invade y se entromete en ti y no
entiende de límites entre aire y carne, mi cuerpo está más cómodo
en lugares cortados con agua. Por eso la imagen de un hombre que
circula dos metros por encima del nivel de las aceras, asomándose,
remo en ristre, al segundo piso de casas que se han quedado vacías,
basta para cautivarme. Una vez soñé que de camino al trabajo
buceaba las calles en medio de un banco de motos, contenedores de
basura, sillas de terrazas, policías urbanos, insólitas criaturas
abisales. Mi cerebro, qué majo, travistió la zozobra de los
atascos con el recuerdo de una exposición de Chagall que vi en
Madrid hace años.
Pero lo que no se podrá
diluir ya de mi memoria es esa actitud de Zeitoun de ir deshaciéndose
de lo valioso. Cuando leí el par de frases que abren esto de hoy
tuve la impresión de haber dado con un mandamiento. Otro más,
porque la lectura me permite hacer acopio de mis propios preceptos
escogidos, y si no tuviera la cabeza de chorlito que tengo los
apuntaría todos en una misma libreta y no en una constelación de
papelitos, y los compartiría contigo para que iniciáramos juntos
una nueva religión sincrética que armonizara esperanza y albedrío.
Valioso yo no es que tenga
una fortuna, ni en lo material ni en lo intangible. No soy dueña más
que de un coche viejo, rayado y contaminante que ni siquiera está a
mi nombre, un ordenador portátil que arranca según un ciclo
hormonal veleidoso, unas gafas que se me deslizan nariz abajo, dos o
tres libros que no presto y unas cuantas cosas más de las que no me
costaría un drama desprenderme. No tengo la atención más fina del
mundo; no tengo erudición en los temas que realmente me importan; no
tengo una gran desenvoltura social ni una conversación exuberante;
no tengo un tesoro de serenidad ni un capital de constancia, ni una
valentía loca ni tampoco demasiada paciencia. Pero ahorro. Cuando
tenga un poquito más de todo eso no me olvidaré de ir obsequiando.
Ir cargado de tantas cosas valiosas debe de ser un lastre.
Ah, pero tengo un corazón
agradecido que se encandila con facilidad. Y me parece que tengo
compasión. Alegría no me falta. No me duele nada regalar estos
bienes. Como tantas criaturas húmedas, como las estrellas de mar,
las esponjas, o los ajolotes, se regeneran espontáneamente.
Vivo en una ciudad de aire húmedo y olor a mar. No atesoro cosas valiosas y las pocas que tengo sé que algún día pueden no estar. Y no me va mal la vida...
ResponderEliminarBesos y burbujas.
¡Ah, esa es la receta!
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