Solía resultarme tan
sencillo decir adiós. Cogía mis cosas, si es que había alguna, las
metía de cualquier forma en el coche o un bolso y... decía adiós,
simplemente. Limpio, rápido. Como si sólo me fuera para unos días.
Como si a mi trayectoria no se le estuviera quebrando la cintura. El
clima propio de la despedida empezaba a barruntarse, y en los huesos
no sentía altas presiones, sino todo lo contrario: una turbulencia
que amenazaba con despegarme del suelo, un vaciarme. Apenas se me
ocurría imaginar quién iba a ser yo a partir de entonces, o si la
despedida estaba pensándose cobrarme algún peaje. Puedo resumirlo
así de simple: pensaba en irme, me iba. Alegre como un corderito,
poseída por la energía de la mudanza. Mucho después, y ya lejos,
comenzaba a destilarse gota a gota en mi corazón la nostalgia, una
enfermedad largo tiempo incubada.
Hoy me acuerdo a menudo del
día en que me fui de Jimena. Llevaba una falda violeta y una
camiseta de tirantes. Saludé con la mano a un retén contraincendios
que comenzaba su turno. Llené medio contenedor de papeles sucios. No
le dije a alguien que me iba justo entonces. Me metí en el coche de
mi padre y no giré la cabeza nunca. Si me hubiera esperado unos días
hubiera escuchado la berrea. Si hubiera cumplido con el velatorio que
exigía la parte de mí que se estaba muriendo, en aquella despedida,
ahora tal vez no me acordaría.
Pero yo, que me iba tan
atolondradamente, negando la pena, deshaciéndome de mí misma como
de un miembro gangrenado, ahora no soy capaz de abandonar para
siempre mi gimnasio. Podría hablar de él como de un amor. Los
primeros días de turbación y tanteos. La excitación y luego la
fiebre de descubrir un nuevo modo, libre, despreocupado, recio, de
ser cuerpo. La sazón y luego, poco a poco, el tedio... Pero,
demonios, que sólo es un gimnasio. Un espacio atestado de artilugios
fabriles, impermeables al garbo. Si me cuesta dejarlo es porque ya no
sé desprenderme tan fácilmente como antes de quien soy.
Y yo soy mucho en torno a mi
gimnasio. Soy la voluntad terca de salir afuera. El mapa mental de
calles que ando de mi puerta a su puerta, el apoderamiento de un
hábitat. Soy el gozo de ir refutando lo que mi carne piensa de sí
misma. Soy el cajón al que he conseguido saltar, la pesa que he
levantado del suelo, la comba que ya no se me traba en los pies. Soy
el respeto por cuerpos ajenos a punto de desmoronarse, la melancolía
por el vigor o la ligereza que ya no tendré. Soy los buenos días
que digo a mi puñado de desconocidos habituales.
¿Dónde meto yo en un piso de 50 metros cuadrados una barra olímpica, sus discos y una piscina? |
Pero hay que irse, aunque no
sepa muy bien todavía con qué voy a poder sustituir mis pulidas,
tersas, mis veneradas barras; adónde voy a poder saltar sin riesgo
de volver a aplastarme y desplazarme el coxis; cómo voy a seguir
amaestrándome sin astillar mis huesos o mis puertas. Ir al gimnasio
ha empezado a generarme una especie de pesadez en el alma. Me
intoxica esa vecindad anónima de estar tan cerca de tantas personas,
practicando sin recato algunas funciones animales básicas,
conociéndose tan poco. Nos rozamos accidentalmente, jadeamos unos al
lado de los otros, nos desgreñamos, cada uno en su propia esfera
apenas accesible. Mostrando la intimidad y a la vez vedándola.
Haciendo cada uno solitarios en una sala atestada. Masturbándonos.
Ir a un gimmasio como el mío, a punto, creo yo, de colapsar de
éxito, es una modalidad de tristeza pariente de la intrascendencia
digital, de la soledad urbana.
Y la alegría del movimiento
para mí es sagrada. Así que tendré que ir pensando en formas más
cálidas y retozonas de ajetreo físico. Igual que sigo explorando
fórmulas para que el decir y el entender puedan sentirse en la piel
casi. Escribir cartas, entrenar con gente cuyo nombre sepa. Ir a dar
un beso adonde haya que plantarlo, en lugar de reducirlo a un
dibujito. Volver a decir adioses impetuosos* y tajantes. Deshacerme
despreocupadamente de partes de mí misma que ya no funcionan.
*Este post no hubiera sido el mismo si mientras lo escribía hubiera podido dejar de canturrear sin pausa esta canción.
A mi me cuesta despedirme, me cuesta horrores. Eso si de un gimnasio... ¡A tomar viento!
ResponderEliminarMe gusta mas el video que la canción de la tal Anni. (Que quiere que le diga estoy deseando que llegue mañana para el concierto de Los Zigarros.)
POr cierto... que me alegro mucho de volver a leerla. (Y siento tanta intromisión.)
Se ha dado usted un buen lote de leer, eh? Lo declaro Lector del Mes, no sólo agradeciéndole, sino invitándole a que se "intrometa" a placer. Yo también me alegro mucho de tener un búho cerca.
EliminarPero la canción además de pegajosa, también es Bonita, y no pienso negociarlo.