Recordaremos aquella mañana con la
fuerza de las primeras veces. Tal vez con la nostalgia afilada de las
últimas. Con la melancolía que se asoma a la ventana a ver lo que
pudo haber arrancado y no. Puede incluso que ni la recordemos, como
difícilmente se recuerda lo que una vez se coló y se hizo
consustancial a nuestra vida. La primera palabra, el primer pájaro
en el cielo, la primera sonrisa.
La primera vez que derribamos un árbol.
La primera vez que, en el huerto, fuimos parte activa. ¿Verdad que
las reticencias se me agotaron pronto? Yo decía: un peral que no da
peras sigue dando algo. Sombra, soporte para nidos, hojas donde la
luz presume como en las vidrieras de una iglesia. Decía: tú tampoco
das fruto y no te talamos. Pero un esqueleto en un huerto no es un
espectáculo edificante. Un huerto es un empeño humano, un aliarse
con la naturaleza para después refutarla: se aguantan los vientos,
la avaricia o el abuso de lluvia y el miedo al granizo; se coopera
con el suelo y se le hacen ofrendas, y a cambio, se espera que la
naturaleza se estanque en una juventud continua. Que lo que crece no
mengüe. Que lo que rinde se mantenga. En un huerto se domestica la
vida y a la muerte se la humilla.
Aunque sí, claro, hay bajas. Bichos a
los que se aniquila con más alegría de la cuenta, que todo es
preciso decirlo; matas con complejo de Peter Pan que no quisieron
pasar de semillas o brotes, ni fueron lo suficientemente bravas como
para echar raíces. Porque para anclarse hay que tener redaños. Para
soportar con calma y sin huir lo que venga. Pero un árbol maduro que
se seca de golpe y se rinde...tiene que dejar su espacio. Sigue
siendo una visión hermosa pero ¿y si su derrotismo se contagia? En
el huerto se planta confianza junto a las fresas y tomates. La muerte
súbita ha de ser arrancada.
Y ahí estoy yo, criatura poco práctica.
Ahí tú, blanco como una endivia. Ahí también el caudillo de los
aguacates, secretamente eufórico porque aún tiene cuerda para
seguir enseñando. Dónde asestar los golpes, cómo empuñar tijeras
de podar y serrucho. Se sabe todavía fértil e imprescindible, dueño
de un conocimiento que la siguiente generación no ha superado.
Confía en que a lo mejor, cuando él ya no esté para abrir la llave
de riego, el agua seguirá manando. Cada hora que pasa removiendo la
tierra o maldiciendo a la mosca de la fruta no será tiempo en vano,
una fugaz concesión que le hacen el matorral espinoso y las cañas
antes de engullirlo. Los árboles que plantó su padre y que él
mantiene todavía tendrán ojos que los miren agradecidos y brazos
que, con mayor o menor fortuna, los guíen. Esperanza plantada junto
a calabacines y boniatos.
Y nosotros, sudando y felices como niños
a los que se les encomienda una misión adulta, cruzamos nuestros
ojos y sonreímos. Nos hemos zambullido en un ciclo intrincado y
formidable. Nos hemos hecho invisibles al azote de nuestro propio ego
y al tiempo impío de las ciudades. Estamos juntos los tres en una
mañana de clima perfecto por desapercibido. Los cuatro, si honramos
al árbol muerto como se merece. Por primera vez nos implicamos más
allá de la gratificación inmediata de la cosecha. Por primera vez
consideramos seriamente ser agentes de futuro. Por primera vez
ponemos nuestro sudor en la receta de los ingredientes
imprescindibles para que la naturaleza siga cocinando. Y por primera
vez intuimos que no será la última.
Fotografía de cuando simplemente holgazaneaba bajo los aguacates. |
Que ocurrente eres hija:"caudillo de los aguacates". Jajaja
ResponderEliminarMe apunto a su causa. A mi me da un poquito de miedo, o de respeto, o quizá es solo vagancia, lo de quitar de enmedio un árbol aunque ya no de fruto. Mi sentido practico es mediocre y al fin y al cabo siempre pienso que cuando yo sea ese árbol, cuando no de fruto, haya alguien que piense que al menos doy sombra, o cobijo, y no me arranquen de la tierra. (Al menos tan pronto.)
ResponderEliminarEl campo cada día una sorpresa!
ResponderEliminarLa rutina es la culpable de que, pasados los años, perdamos la alegría de lo nuevo.
ResponderEliminarSaludos,
J.