lunes, 14 de agosto de 2017

Emergencia


Yo quería hablar hoy del apocalipsis, pero el levante trae un olor demasiado rico a higuera. Y no sólo a eso. También a un mar de bandera roja que limpia la orilla de cuerpos y la mente de morralla. Al romero que escamondó ayer mi padre y que promete una barbacoa con carácter. A la ceniza húmeda del incendio que la semana pasada chamuscó por aquí cerca dos o tres árboles de jardín y unas cuantas cañas: lo bastante para recordarme que tengo el olor a quemado encerrado en el corazón como uno de esos documentos comprometedores que se guardan en cajas fuertes.

Quería ser malasombra y contar que la calamidad quiere citarse conmigo, no para meterle mano a mi vida chica y bendita, sino para contratarme de vocera. Me ronda, me envía señales de muchos tipos. O a lo mejor es que a veces lo que pasa rima en secreto. Una serie, un libro, una charla con un amigo. Caen en ti como piezas sueltas de un puzzle que luego se te ensambla en la mente. De repente te encuentras contemplando un cuadro del fin bastante concreto. 

No veo nunca series, porque la oferta de ocio rebosa mi vaso de tiempo. Pero en la primera que me ha enganchado después de al menos un par de años, una red criminal absolutamente salvaje conspira, tortura y asesina niños con el único objetivo de salvar el planeta de una población humana todavía más asesina, por desmesurada.

Y hacía mucho que no me regalaban un libro, pero hace un par de semanas me sorprendieron con el último de mi admirada Lionel Shriver, Los Mandible, una narración desde el mismo corazón verosímil y prosaico del colapso de nuestra forma de vida.

A mi amigo lo veo unas pocas veces en el mismo único mes del año. Los dos somos realistas pero alegres, alegres pero realistas, o un par de estoicos envueltos por un caparazón de hedonismo. Estuvimos juntos dentro de un bosque y al lado de un río que parecían perfectos. Tan verdes, tan vivos, tan vehementes en su belleza que casi te hacían olvidar que aguas abajo rugía la manada dominguera, obviar los helechos aplastados, los kleenex sucios, banderas de la estupidez humana. En aquel paraíso violado pero perseverante, nuestro pesimismo acerca de la posibilidad de revertir el curso de la destrucción de la naturaleza también parecía idiota.

Pero las señales claman mientras el campo pierde voces y el verde o el blanco amenazan con rendirse. Qué podemos hacer, tú, yo, tres o cuatro nosotros. Abrir bien los ojos como liebres para contemplar quién nos está atropellando. Rescatar con la palabra y en el hueco de las manos pequeñas semillas de belleza. Dejar la mínima huella posible. Confiar todavía en que terminaremos encontrando una solución emergente. Colocarnos cerca de las higueras. 

2 comentarios:

  1. Silvia, casi parecíamos conectadas ayer en nuestros pensamientos. Mi compañero y yo somos también de esa especie rara a quienes nos cuesta entender como en la playa se pueden abandonar tantas "banderas de la estupidez idiota". Gracias por tus palabras que sirven de abono "para seguir dejando la mínima huella posible"

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  2. "Dejar huella quería
    y marcharme entre aplausos..."

    Pero luego vamos conformandonos, o aprendiendo y nos da igual la profundidad de la huella. Solo queremos pisar y disfrutar del camino.

    Por cierto, muy buena la serie.

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