Me despierto supurando frases, el cerebro
abierto, pura llaga. Respirando al mismo ritmo con que el cursor de
un procesador de textos titila. Daba una vuelta en la cama de
madrugada y me salía un argumento. En mis sueños los personajes
zurcían párrafos, los reciclaban, alteraban el orden de las
palabras, hacían con el lenguaje colchas patchwork. Me
crecían oraciones que se derretían luego como flores de escarcha.
Llevo escribiendo sin pausa desde hace una semana, aunque tú que
merodeas por este blog no lo notes. Aunque no lo note más que mi
cansancio, tan leal ya y tan constante como un amigo invisible. El
parloteo mental convertido en mi camarada.
Me desfondo expresivamente en la oficina
durante medio día y después ya sólo quiero callarme. Ayuno, dieta
depurativa de sudor y silencio. O si tengo turno de tarde me reservo,
como el atleta casto que antes de la carrera reniega del sexo. Mis
jornadas tienen un perfil alpino: picos de energía comunicativa y
valles de mutismo. Mi mente es una especie de mar distraido,
salpicado aquí y allá por islas concentradas. Por eso nunca podré
ser escritora a tiempo completo. Por eso, y porque más allá de la
página en blanco la vida tienta con muchos y ricos anzuelos.
Siento un poco de remordimiento, claro.
Si no, estaría ahora mismo en un parque mirando nubes, o cargando la
dinamo de la mente en el gimnasio. Pero es sólo el residuo de un
prejuicio: ese que decía que la creación es un asunto estanco, y
que sólo la escritura personal o novelesca es digna de la belleza
del lenguaje. Que todo trabajo vinculado a un sueldo está
desprovisto de narrativa. Termino un informe, tomo aire, y en el
tiempo que tardo en soltarlo se me cuela la desazón de haber dejado
de lado la producción de estos borradores de mi vida. Exhalo y me
quedo completamente vacía. Empiezo el siguiente informe: índice,
introducción, descripción de las actuaciones, anexos.
Y suena cursi, pero yo sé que frente al
teclado hay por ahí una cosa que podría llamar sonrisa interna. La
misma que me calienta cuando consigo vertebrar mi experiencia en
palabras. Libertad o trabajo, vida oficial o secreta. En ambos casos
creo y ordeno. En ambos arranco lo mejor de mí misma. A ambos le
encuentro suficientes motivos. Escribir la vida propia es un parche
de contención frente al olvido. Y respecto al trabajo...
Hace un par de tardes estaba en la
oficina, al borde de un punto de saturación asesino. No daba más de
mí, había abusado de la lógica, no soportaba más el ejercicio de
seguir buscando la palabra justa. Quería y quiero terminar informes
pendientes antes de empezar vacaciones este sábado. De pronto sonó
el teléfono. Teníamos que dejarlo todo, salir de ahí, conducir por
media provincia y recoger un bicho herido. Y entonces, claro, saltó
el resorte del enojo, la contrariedad, la sensación de abuso. Todo
eso se esfumó cuando llegamos al sitio y vimos al águila perdicera.
Tenía una garra paralizada y se dejó meter mansamente en la caja.
Inmediatamente se me borró el enfado, y también el cansancio de
tener que argumentar contra la tortura del cepo y la vileza del
gatillo fácil. El antídoto estaba ahí: en esa mirada de águila a
la vez vulnerable y fiera.
Todo ahí: la justificación para dejarse
piel y cerebro en el campo, en la oficina, en casa o frente a la
pantalla: ser capaz de mirar de tú a tú a un trozo de vida ajeno, y
de incorporarlo a una misma sin arruinarlo.
... nacen muchas cosas en mi cuando te leo. No tienen nombre, no puedo contártelas. Pero sí quería decirte que algo nace. Y ya.
ResponderEliminarEso es mirarse a los ojos y entenderse.
EliminarO-U-Ye-Ah!... que sintetiza mi emoción ante tremendo final.
ResponderEliminarConsidero, y mis libros chinos me reafirman en ello, tremenda virtud la de cuidar con mimo cada cosa que hacemos. Ole por esos informes primorosos. Ole por esa gran virtud que tienes de ver la belleza en cada instante y describirla. Muas!
El informe primoroso por poco me deja muda para siempre, amiga. La belleza no desgasta tanto.
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