Dicen que los adictos no dejan de serlo
nunca. Por mucho que se suelten de sus cadenas tóxicas; por mucho
que madruguen y se den al yoga; por mucho que brinden con fanta y se
conviertan a la religión vegana. Su hígado se depura pero su
cerebro no pierde su vocación por el autosabotaje. Cada celebración
familiar, cada paseo por el supermercado, cada vez que oscurece a las
seis de la tarde puede ser una trampa. Debe de ser agotador tener
minas en la mente y no saber cuál de los pasos que des puede llegar
a denotarlas.
Me pregunto si con el aburrimiento pasará
lo mismo. Si habrá alguna configuración de fábrica que te condene
a la desgana de por vida. Si pese a haberte pasado años sembrando tu
jardín de apetitos y regándolos con alegría, no llevarás contigo
siempre las esporas del tedio. Traidoras y latentes, esperando a que
tu vitalidad baje la guardia para cubrir de malas hierbas tu
conciencia.
Y me ha surgido la duda porque ya no me
acuerdo de lo que es aburrirse. Hablo de ese paisaje mental sin
horizonte ni relieve, incoloro y cansino, no de las noticias del
Congreso ni de deseos transitorios de tirarte por la ventana de la
oficina. Hablo de que el tiempo te venga largo y te estorbe como un
flequillo en los ojos. Mirar la hora y resoplar porque aún queda
mucho para la cena. Sentirte contigo misma como con un extraño al
que tienes que dar palique. Agotar todos los temas de conversación y
que el silencio interior te abrume. Estar siempre a la expectativa de
algo y no tener bastante fuste como para concretarlo.
Yo era así de niña y de jovencita. Una
perfecta inútil a la hora de entretenerme a mí misma. Carecía de
iniciativa para empezar juegos. Cuando no me salía leer más, las
horas se me hacían infinitas. Me dejaba resbalar por ellas como si
no tuviera ni un hueso. La diversión era siempre un tipo de fenómeno
atmosférico: algo que venía de fuera y a lo que había que ceñirse.
Era una yonqui del estímulo externo. Plantaba la cara sobre una
mesa, como un perrazo agobiado por su propio pelo, y repetía una y
otra vez me aburro para que alguien me rescatase.
A lo mejor aún no le había cogido el
tranquillo al tiempo. No terminaba de entender que los estados no
duran y que las cosas pasan. Pero, vamos, que la vida acaba sin que
dominemos del todo esa asignatura. Te quitas el pijama y al rato te
lo estás poniendo de nuevo. Tu historia parece una rueda eterna de
entrar y salir de la cama. El tiempo es matemática y el cerebro,
sobre todo, grasa. A lo mejor no hay modo humano de entenderlo.
Puede que ya no me aburra porque mi
ovillo de tiempo se ha acortado y ahora parezca que las horas corren
y se agotan con dos o tres cosas que haga. O puede que me haya
acostumbrado por fin a estar en silencio conmigo misma. Puede que
haya desarrollado la capacidad de quedarme absorta. Que después de
ir probándola haya descubierto que la vida, sin más, me gusta.
Y, no sé, a veces echo de menos no tener
muchas más ganas que tiempo. Un poquito. Como un antiguo borracho a
la primera cerveza del día. Sentarme con toda la tarde por delante y
caer en el viejo vicio del y ahora qué, maldita sea.
Pero creo que esa mina se ha desactivado sola. Soy fuerte y seguiré
limpia.
El problema es que aburrirse es peligroso para el sistema, porque tenderíamos a ver sus problemas. Por eso buscan la manera de mantenernos estimulados las 168 horas de las semanas, para que, en última instancia, no pensemos. Ni se nos ocurran nuevas ideas tampoco.
ResponderEliminarSuerte,
J.
Por eso es por lo que a veces lo echo de menos: hacerme un hueco en medio de mis propias ganas para ver si se me ocurren otras nuevas.
EliminarGustar!
ResponderEliminarEl texto y lo que se lee más allá. Gustar :)
¡Encantar! Y agradecer tope.
Eliminar