domingo, 18 de septiembre de 2016

Sustancia gris

 
Escoges un tema, un motivo, una emoción, una estampa, y te pones a darle palustre y argamasa. A partir de esa primera piedra levantas poco a poco un edificio. Y luego relees tu texto y te asombras de que ahí adentro se pueda pasar un invierno, y de que cuando el ordenador se apague, la cena esté en la mesa, una última persona lea tus cosas y los días vayan pasando, lo que has construido no se caiga.

Porque no es tan sólido como esperabas. Los materiales vienen con defecto de fábrica y quien hace de albañil usa trampas. Sin apenas enterarse, conste. La mayor fullería es creer o hacer creer que lo que escribes es una copia fiel de la vida. No lo es, aunque no mientas, ni exageres ni adornes. Por mucho sangre propia que uses al formar las palabras, por muy franca que hayas sido, siempre parecerá que tu texto es un sucedáneo de su modelo de carne y hueso, o de deseo y recuerdos. Una falsificación más o menos buena de tus días. Una casa de cartón piedra en un Oeste de mentira.

Vuelves a lo escrito y te da una punzada de extrañeza. ¿Esa de ahí soy yo? ¿Esa ha sido mi vida? Te reconoces sólo a medias en esas pocas pistas. Las únicas pistas que vas dejando de tu paso por la tierra. Es como andar por la playa, mirar hacia atrás y que tus huellas se te hagan raras. Supongo que a ti que no escribes puede ocurrirte algo parecido, porque la memoria también es una forma de libro, un puñado de historias que te cuentas sobre ti mismo. Repasas mentalmente tu biografía, la foto de tu boda, las heridas y los adioses, la luz de las tres de la tarde sobre un amante dormido, y también te parece raro que la vida se reduzca a ese resumen, a ese montoncito arqueológico de cosas brillantes y duras.

Y eso pasa porque para contar una historia tienes que hacer descartes. Escoges un tema, un motivo, una emoción, una estampa, y todo lo demás se hace ruido. Coleccionas en tu recuerdo la espalda desnuda de tu amante, y lo que en ese momento había en las paredes de tu casa lo olvidas. No puedes guardarlo todo, y aspirar a apuntarlo todo es obsesivo. Le vas escamoteando momentos a tu historia como en el juego ese en el que hay que ir quitando palitos. Sin los detalles cotidianos y triviales tu vida se vuelve porosa. Por eso al final tu recuerdo o tu texto se parecen más bien poco a ti misma.

Sin las ridículas canciones que te parasitan el cerebro. Sin la técnica que has desarrollado para picar zanahorias en cuadraditos bien chicos. Sin la manera en que te pones calcetines y botas sin sentarte. Sin la urgencia que cada día te saca de la cama nada más abrir los ojos, no porque estés atareada especialmente, sino porque la vida en pie te reclama. Sin esa nueva loción corporal que huele tan rico y te deja la piel tan suave que no puedes dejar de rozarte un muslo contra otro, ni de sentir cómo las distintas partes de tu cuerpo se enamoran. Sin las ganas de abrazar a la camarera colombiana cada vez que te dice reina. Sin la vista desde tu oficina después de la primera lluvia, tan vulgar como siempre y tan definitivamente distinta. 

Sin el odio repentino a la gente que pasea mientras tú trabajas. Sin la compasión repentina ante la vieja que pierde el paso en la clase de zumba y se tropieza contigo. Sin el dolor repentino de ver una nuca cualquiera y acordarte de una muerta. Sin el deseo repentino por un par de antebrazos desconocidos. Sin el orgullo repentino de tocarte el culo y comprobar que está duro. Sin el amor repentino por toda la gente que sonríe mientras camina.

Sin toda esa sustancia gris que ni se escribe ni se recuerda, pero que logra que te parezcas a ti misma.

2 comentarios:

  1. La vida no es literatura, pero la literatura es vida. De allí la dificultad para separar una de otra. O de intentar vivir sin literatura en la vida...

    Excelente reflexión.

    Saludos,

    J.

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    1. Excelente comentario. La literatura no nos copia, pero nos adorna.
      Más saludos de vuelta.

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