Escoges un tema, un motivo, una emoción,
una estampa, y te pones a darle palustre y argamasa. A partir de esa
primera piedra levantas poco a poco un edificio. Y luego relees tu
texto y te asombras de que ahí adentro se pueda pasar un invierno, y
de que cuando el ordenador se apague, la cena esté en la mesa, una
última persona lea tus cosas y los días vayan pasando, lo que has
construido no se caiga.
Porque no es tan sólido como esperabas. Los
materiales vienen con defecto de fábrica y quien hace de albañil
usa trampas. Sin apenas enterarse, conste. La mayor fullería es
creer o hacer creer que lo que escribes es una copia fiel de la vida.
No lo es, aunque no mientas, ni exageres ni adornes. Por mucho
sangre propia que uses al formar las palabras, por muy franca que
hayas sido, siempre parecerá que tu texto es un sucedáneo de su
modelo de carne y hueso, o de deseo y recuerdos. Una falsificación
más o menos buena de tus días. Una casa de cartón piedra en un
Oeste de mentira.
Vuelves a lo escrito y te da una punzada
de extrañeza. ¿Esa de ahí soy yo? ¿Esa ha sido mi vida? Te
reconoces sólo a medias en esas pocas pistas. Las únicas pistas que
vas dejando de tu paso por la tierra. Es como andar por la playa,
mirar hacia atrás y que tus huellas se te hagan raras. Supongo que a
ti que no escribes puede ocurrirte algo parecido, porque la memoria
también es una forma de libro, un puñado de historias que te
cuentas sobre ti mismo. Repasas mentalmente tu biografía, la foto de
tu boda, las heridas y los adioses, la luz de las tres de la tarde
sobre un amante dormido, y también te parece raro que la vida se
reduzca a ese resumen, a ese montoncito arqueológico de cosas brillantes y duras.
Y eso pasa porque para contar una
historia tienes que hacer descartes. Escoges un tema, un motivo, una
emoción, una estampa, y todo lo demás se hace ruido. Coleccionas en
tu recuerdo la espalda desnuda de tu amante, y lo que en ese momento
había en las paredes de tu casa lo olvidas. No puedes guardarlo
todo, y aspirar a apuntarlo todo es obsesivo. Le vas escamoteando
momentos a tu historia como en el juego ese en el que hay que ir
quitando palitos. Sin los detalles cotidianos y triviales tu vida se
vuelve porosa. Por eso al final tu recuerdo o tu texto se parecen más
bien poco a ti misma.
Sin las ridículas canciones que te
parasitan el cerebro. Sin la técnica que has desarrollado para picar
zanahorias en cuadraditos bien chicos. Sin la manera en que te pones calcetines y botas sin sentarte. Sin la urgencia que cada día
te saca de la cama nada más abrir los ojos, no porque estés atareada
especialmente, sino porque la vida en pie te reclama. Sin esa nueva
loción corporal que huele tan rico y te deja la piel tan suave que
no puedes dejar de rozarte un muslo contra otro, ni de sentir cómo las
distintas partes de tu cuerpo se enamoran. Sin las ganas de abrazar a la camarera
colombiana cada vez que te dice reina. Sin la vista desde tu
oficina después de la primera lluvia, tan vulgar como siempre y tan
definitivamente distinta.
Sin el odio repentino a la gente que
pasea mientras tú trabajas. Sin la compasión repentina ante la
vieja que pierde el paso en la clase de zumba y se tropieza contigo.
Sin el dolor repentino de ver una nuca cualquiera y acordarte de una
muerta. Sin el deseo repentino por un par de antebrazos desconocidos.
Sin el orgullo repentino de tocarte el culo y comprobar que está
duro. Sin el amor repentino por toda la gente que sonríe mientras
camina.
Sin toda esa sustancia gris que ni se
escribe ni se recuerda, pero que logra que te parezcas a ti misma.
La vida no es literatura, pero la literatura es vida. De allí la dificultad para separar una de otra. O de intentar vivir sin literatura en la vida...
ResponderEliminarExcelente reflexión.
Saludos,
J.
Excelente comentario. La literatura no nos copia, pero nos adorna.
EliminarMás saludos de vuelta.