domingo, 14 de agosto de 2016

Echad una piedra en el bolso, chicas

 
Siempre que escuchamos ladridos donde no gusta, él se agacha y coge una piedra. Me recomienda que haga lo mismo. Y yo, agarrotada y medio escondida detrás de su cuerpo, con treinta años menos de repente, lo imito. Soy presa de un miedo atávico a las fieras: una carrera profesional en el monte no basta para curar la basura del ADN. Así que busco mi piedra y la sudo en el puño, mientras pasamos delante de fauces que probablemente sólo babeen por pienso. Gimoteo no tan por dentro como quisiera. Y me censuro: él camina con tal aplomo que es casi una afrenta.

Bastantes metros después de que el peligro haya dejado de ser objetivo, desecho mi piedra. Con una punta de enfado, porque me ha hecho sentir ridícula. Cómo iba a defenderme con ella de un animal rencoroso que aspiraba al mimo doméstico y fue dejado a su suerte en una choza de campo. Con esa puntería impresentable que tengo.

Pero la ira guía con mucha mayor precisión que el miedo. Asustada no haría blanco ni en el océano Atántico. Rabiosa, podría abrir cabezas. Ojalá esta mañana hubiera encontrado piedras.

Domingo. Una ciudad que sólo el turismo salva de ser una estepa. Voy camino del gimnasio, vestida como corresponde: como el muestrario de una representante de Lycra®. Sorteo una de esas obras oportunistas de agosto y atajo por una calle secundaria en la que parezco el último ser vivo. Escucho mi música. Amo estos paseos en los que piernas y canciones se convierten una misma cosa efervescente. Y entonces, tan dueña de mí, tan feliz de que el calor ya no apriete, y de que los coches hayan dimitido, y de que a principios del siglo XX a alguien se le ocurriera plantar árboles en esta parte del mundo... van y me cojen el culo. Me Cogen El Culo Con Codicia. A mano abierta.

Me revuelvo y entonces al sobresalto se le suma la perplejidad de no encontrar a la única persona que podría darle a esto un sentido, esa que me he dejado leyendo en el piso y que, no sé, ha tenido que seguirme corriendo porque he vuelto a dejarme las llaves o la tarjeta de acceso al gimnasio, que además de poca puntería, tengo más mala cabeza... Y alguien corre, sí, pero no es el del aplomo, sino un chaval que de espaldas parece tener de sobra edad de voto y que lleva un móvil en la mano.

Y ahí me quedo plantada, con un ¡GILIPOLLAS! colgando en el aire como en un cómic, observando esa figura que se aleja demasiado rápido, el desgraciado, el niñato, el cobarde. Que mientras yo me enciendo se estará echando ya unas risas con sus colegas. Que a lo mejor ya está colgando un vídeo en las redes sociales. Que no se hubiera librado hoy de unos puntos de sutura si siempre que saliera de casa yo cogiera una piedra.

¿Es eso? ¿Vamos a tener que ir armadas las mujeres? ¿Tendremos que tatuarnos en alguna parte bien visible que puedes encontrar la jungla donde vayas? ¿Hay que andar siempre alerta porque en la calle pululan los depredadores?

Así me sentí exactamente. Predada. Atacada. Robada. Infringida. Y lo peor, sin capacidad de defensa, sin ese par concreto de testículos al que dar una patada. Volví a ponerme en marcha y para metabolizar la ira hice un par de respiraciones profundas. Y dije bueeno. Léelo otra vez. DIJE BUEEENO. Me avergüenzo. De bueno nada. Esto no es una mamarrachada ni un juego de críos. No se le puede quitar hierro sólo porque no sufriera daño. 

¿Os cuento otra? Una vez me encontré a un desgraciado haciendo una foto debajo de mi falda. En una biblioteca. Yo estaba absorta en los libros. Y me quedé tan paralizada que ni se me ocurrió acudir al vigilante. ¿Qué? ¿Lo seguimos enfriando? ¿Seguimos disculpando a los gallitos? ¿Aludimos de pasada a la ropa que llevábamos puesta? ¿Seguimos tolerando hasta el infinito que todo cuerpo femenino sea dominio público? ¿Que mi culo es mío y de todo el que quiera hacer de él un objeto de rapiña o burla?

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