sábado, 20 de agosto de 2016

Cuarenta años o cuarenta minutos

 
Cielos, cómo me gusta esa vieja. Los labios bien rojos, no importa el trazo zigzagueante, las arrugas verticales tan profundas que es como si tuviera la boca detrás de una valla. No importa que se haya puesto encima una especie de babi. Ella se sienta en su mesa y mira a la gente que pasa como si fuera una emperatriz rusa, precisamente porque ya no le importa nada. No es así exactamente: es ella misma la que ya no se importa, su apariencia, su papel en la cadena trófica, los juicios acerca de si merece su puesto entre los vivos o de si es o no apta. Todo lo demás es interesante. Le gusta el ir y venir de las mañanas, el café con leche en vaso y la ensaladilla. Le gusta poner a prueba el temple de los camareros con piropos. Le gusta la terraza de este bar, con todas sus sillas vueltas hacia la calle, las caras conocidas que día tras día se juntan puntualmente como si esta fuera su oficina, los fantasmas: el matadero que hubo en el hueco de la plaza, el marido, el humo ahí adentro y el suelo crujiente de servilletas y cabezas de gambas. Le gustan los niños en carrito, los padres distraídos y las madres agobiadas. La calle es para ella un safari: llena de animales ajenos que no paran.

Yo también voy y vengo. Vengo de la playa, voy a darle la vuelta del día a la gata que vive con mi madre. Me gustaría estar con ella un rato, porque es una gata vieja que maúlla como si el mundo fuera un hijo que sólo va a verla los sábados. Me gustaría sentarme en la terraza de La Palma al lado de mi vieja favorita y convertirme en aprendiza de su mirada. Pero tengo prisa. Quizás cuando tenga su edad aprenda a comer sin atender a horarios, me vuelva insumisa respecto a mis propias aficiones y deje de estar atareada.

Cuando seamos así de viejos, ¿te imaginas?, podríamos vernos llegar cada mediodía a la misma terraza. Esperarnos sin nada parecido a la esperanza, como se espera sin afán a que la tarde caiga. Seguro que me pillarás la vez siempre, porque yo también pienso ser una señora presumida con una boca roja por estandarte. Me verás desde lejos y te preguntarás quién es esa vieja loca con vestido y zapatillas de deporte, y cuando esté ya a tu lado, te parecerá que mi ropa expresa naturalmente mi talante y que lo defiendo con tanta gracia como un abejaruco sus plumas. Comeremos lo que los médicos nos prohíban y nos guardaremos mutuamente el secreto. Estaremos tan cerca del final que qué más dará ya mezclar café solo con anchoas o coca cola con tostadas. Andaremos en ese punto de gamberrismo.

Cuando dejemos siempre un asiento libre para el de la funeraria, qué importará ya que nos digamos las verdades a la cara. Se habrá agotado el tiempo del disimulo. Nos pondremos el uno al otro hojas de reclamaciones. Una y otra vez diremos te acuerdas cuándo, y casi siempre será un cuento, o un suceso en el que uno de los dos no estuvo, pero la realidad y la fantasía se habrán puesto por fin a la misma altura, y los dos nos reiremos y adornaremos nuestro recuerdo inventado. No nos incomodará quedarnos callados y juntos. No rumiaremos ese silencio ni nos asustará lo que el otro se pueda estar guardando. Nada de lo que un ser humano pueda hacer o decir generará ya escándalo. Reconoceremos sin titubeo que nos tuvimos amor toda la vida.

Y si el mañana nunca es una apuesta tan segura, ¿por qué no vamos empezando? ¿Por qué andamos tan confundidos en lo que merece prisa o desidia?

3 comentarios:

  1. "Y si el mañana nunca es una apuesta tan segura". Qué distinto y cuánto mejor sería todo si lo tuviéramos siempre presente. "¿Por qué no vamos empezando?" No puedo más que decir amén.

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  2. Mirar los problemas de los demás es la forma más fácil de ignorar los propios.

    Saludos,

    J.

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