Sé que estoy en casa antes de abrir los
ojos. Lejos de la ciudad tengo despertadores que me zarandean
gentilmente, como si les conmoviera verme dormida y, antes de sacarme
de la cama, prepararan el desayuno. No es una casa silenciosa. Se
haría la remolona si pretendieras encontrar en ella un escenario
para el ascetismo ortodoxo. No hay ese mutismo inquietante de los
lugares de clausura. Es una casa bullanguera, alegremente ruidosa.
Cada mañana me trae sus murmullos como una abuela miel con limón al
nieto resfriado. Yo me trago la cucharada entera sin protestas. Así
la escucho: como si pegara la oreja a la barriga de un amor.
Primero son las perras, cuando el día
aún parece una hipótesis remota. Me sacan de las cavernas del
sueño, pero yo no las odio como se merecen, porque me dan pena.
Ladran respuestas a ecos de lejos, como si la mañana que despunta
las excitara tanto que no pudieran contener las ganas de comunicarlo.
Como si conocieran el deseo y la nostalgia. Como si escribieran.
Los coches en la autovía cercana. No me
molestan tampoco, porque los travisto. Nunca me parecen exactamente
esa cosa sinónima del calabozo que en la ciudad me agobia tanto. Un
coche en la carretera es todavía un animal ágil y con sentido, un
medio de transporte y no un coágulo o un lugar en el que quedarse
varado. Pasan rápidos, como si ni se les pasara por la cabeza
enquistarse. Como olas.
Pajarillos chuchos. Tirurú, tiruriii:
histriónicos, furiosamente optimistas. El campo los libera de
modales. Higos secos del suelo, acebuchinas, bichos que se han
colocado con todos el azúcar del huerto: eso les llena el buche. Se
comprende la falta de etiqueta.
Mi padre que se levanta. Trata de no
hacer ruido, pero como tiene problemas de oído no se escucha bien a
sí mismo. Es algo que me parte el alma, ese cuidado irrealizable.
Sus pasos resuenan en una casa espaciosa como una soprano. Abre la
puerta y da los buenos días a las perras con un susurro falso.
Esta mañana me he levantado más tarde
de la cuenta y, esperándome para desayunar juntos, ha salido al
porche y se ha puesto a partir almendras. Yo ya estaba casi
despierta. El tac tac tac del martillo sobre el trozo de tronco sobre
el que trabaja: un compás hecho para el tipo de día que prefiero.
Directo, manual; sin prisa y sin aspavientos.
Vale, pero menos mal que ya estabas casi despierta. Un tac-tac de martillo no es lo más indicado para despertase a gusto (con todos los respetos para tu señor padre). Si llegas a estar sopa todavía, seguramente hubieras preferido los perros o los pájaros, ¿verdad?
ResponderEliminarVerdad...Si no fuera porque soy de despertar tempranero y pocas actividades humanas (diurnas) me pillan sopa.
EliminarEl sonido de "la barriga de un amor"... ahora identificaré mejor michos murmullos... gracias!!
ResponderEliminarSalud!
Todos esos ruiditos de maquinaria que la piel esconde...A mí me relajan tanto como si fuera todavía un feto y escuchase el fragor de mi madre.
EliminarA mí sí que me partes el alma tú... de ternura y belleza. Un abrazo fuerte, directo, manual, sin prisa.
ResponderEliminarBonita. Y punto.
EliminarQue bien "suena" todo...
ResponderEliminarY me he dejado los grillos. En plan castigadora. Todavía tienen que expiar la cansinez del verano.
EliminarCómo me emociona y me llega lo que escribes.
ResponderEliminarYo todas las mañanas antes de levantarme hago un repaso lento de los sonidos que llegan a mi cama: los perros, claro, los gallos, los pájaros, y si el viento viene de donde tiene que venir, el mar. Es un privilegio despertarse así, lo sé y lo disfruto muchísimo.
Gracias por regalarnos tanta belleza.
Muchas gracias a ti por devolverme el eco. Y que sepas que te envidio si desde la cama escuchas gallos.
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