Vuelve a colocar la cuchara en su sitio,
mirándola un último instante. Se ve tan limpia, que podría
reflejar su cara culpable. A lo mejor su imagen se queda ahí, en la
superficie cóncava, como un retrato de lo que ella es realmente,
algo que Rafa va a meterse en la boca junto a la crema de calabaza.
Digerirá su verdadera naturaleza y todo lo demás, sin darse cuenta
de nada. A la vez que los virus y las bacterias. Qué rabia; ojalá
pudiera contárselo. Sería divertido ver su cara. Pero quién es
capaz de decir basta en el arranque de un juego furtivo. Se tendrá
que conformar entonces con ver cómo se mete esa primera cucharada,
cómo se lo traga todo. Riquísima, cielo. Esto es capaz de despertar
a los muertos.
Oh, cómo lo sabes. Esta y las demás
diabluras están reviviendo algo que se le había muerto adentro. Su
carácter granuja y sucio. Su falta de miedo de cría de pueblo. Has
estado a punto de cargártela, Rafa. Tú y tu prudencia y tu sistema
de alarmas. No andes descalza. No te sientes en la cama con los
vaqueros de sentarte en los bancos. Qué hacen las bolsas de la
compra en la encimera, el yogur que a saber quién ha tocado sobre la
servilleta. Lava las bragas antes de estrenarlas. So guarra. A veces
se mueve por la casa como hubiera un pastor eléctrico alrededor de
cada mueble y de cada objeto.
Los sermones la crispan, pero no tanto
como lo que ella misma hace. El hábito adquirido de ser aprensiva
cada vez que trata de doblar sola una sábana; cómo ha aceptado de
forma casi inconsciente que al llegar a casa lo primero, antes
siquiera de beber agua, es quitarse de encima y de en medio la
suciedad que trae de la calle. Esa idea insidiosa y mucho más
invasiva que cualquier germen de que todo contacto es una potencial
amenaza. Es algo nuevo para ella. Es como los primeros rumores de
cuando ya estaba aquí el Ébola. A ti no te hubiera pasado nunca lo
que a Teresa, le dijo entonces. Tú en cambio ya estarías muerta.
Andaron asustados unos días, pero quién
se acuerda ya de eso. Ella ha vuelto a tocar las cosas como antes:
las puertas de los lavabos públicos, las manzanas del Mercadona, los
libros de la biblioteca. Todo sucio, de acuerdo. Como el gallinero de
su abuela, donde los pollitos salían del cascarón sobre dos dedos
de mierda. ¿Todo peligroso? Quién sabe. Pero prefiere correr el riesgo. Quiere ser otra vez despreocupada y recuperar aquella vieja
falta de miedo.
Alexandra Hootnick |
Ahora todos los días hace algo. Ayer
dejó el bolso un momento sobre su almohada. Hoy ha restregado la
cuchara de Rafa por el suelo. Se siente culpable como una adúltera.
Pero él tendrá que tragarlo: se ha casado con alguien
maravillosamente adaptada a la mierda.
Bah, la mierda en pequeñas dosis es una vacuna cualquiera: lo que no te mata te hace más fuerte.
ResponderEliminarJajaja, si Rafa lo supiera...
ResponderEliminarBesitos.