Curiosear entre las cosas de un muerto a
quien no has conocido viene a ser una especie de autopsia. Abres
cajas con la expectación nerviosa de quien empuña un escalpelo. Vas
extrayendo carpetas, pilas de papel y cuadernos, a medias entre el
descuido y la reverencia, apartándolos como si fueran órganos
vitales que habrás de estudiar más tarde. Aquí unas fotos que son
un tesoro porque en su trivialidad no hay ni un asomo de pose. Aquí
la invitación para una boda cuyo rendimiento actual se debe de
calcular en nietos. Revistas indonesias con que alguien, a la hora
del té de un domingo lluvioso, pudo cebar su nostalgia. Una lupa
abatible que haría babear a un coleccionista. Postales y
presupuestos.
Y entre todo eso, algo con lo que no
contabas y que te conmueve más que ninguna otra cosa. Algo así como
hallar en la axila derecha del cadáver una pequeña mancha de
nacimiento. Dentro de un cajón de plástico hay
una caja de cartón, y dentro, cuadernos cuajados de recortes.
Cientos, miles de recetas sacadas de periódicos y pegadas ahí por
manos que ahora son huesos. Curris, plum-cakes, pasteles de
carne y de fruta. Leche de coco y galanga; ajo pimentón y almendras. Malasia,
1958; Los Barrios, Cádiz, 1980: estaciones de una vida resumidas en listas de ingredientes. Cuántas de esas recetas fueron
cocinadas, qué lenguas las probaron, qué melancolía consiguieron
aplacar, a qué balances de pérdidas y ganancias dieron paso.
Esa gelatina de piña y coco se recortó para mí. |
Devuelvo la caja a su estante sintiéndome
un poco traidora. He hojeado cuadernos, olido en mi imaginación un
pescado con salsa de tamarindo, tratado de recordar los ingredientes
del nasi goreng. Aromas que todavía palpitan, otra vez
prisioneros, como el corazón delator del cuento. Apagaré la luz de
este almacén lleno de cosas viejas, cerraré la puerta tras de mí,
y todos los olores y las evocaciones se disiparán rápidamente.
Se irán remuriendo.
Y yo saldré al sol y a los ruidos y al
espantoso olor de la grasa con que se intoxica la comida británica,
pensando en que ojalá cuando yo me muera no se guarde nada mío en
ninguna caja. Que los libros que he reunido se dispersen y se lean, y
mis cuadernos de notas ardan, y mi ropa se venda en tiendas de viejo,
y las recetas que he ido apuntando sean cocinadas. Que alguien use
mis prismáticos y mis pendientes, y que el disco duro con mis fotos
y mis textos se incorpore a alguna especie de atlas. Que mis pocas
cosas no sean una viuda india. Que alguien las utilice. Que puedan
ser trasplantadas.
... o no. A fin de cuentas, cada uno tiene su propia vida, personal e intransferible. Que por azares del destino hayamos tenido amistades, amores o familia, no interfiere con la cruel verdad única: solos nacemos y solos morimos. En cualquier caso, es de desear que ese pensamiento tuyo sea lo deseable, lo humano, lo bondadoso incluso.
ResponderEliminarPeero...¿se merecen también nuestras cosas morir en soledad, cuando aún les queda algo de utilidad dentro?
EliminarYo siempre dije que lo único que quiero cuando me muera, es que me olviden rápido.
ResponderEliminarYo quisiera no olvidarme de que he vivido...Pero eso me convertiría en fantasma, ¿no? Quita, quita.
EliminarJoder! Anteanoche uno de mis sueños fue ese: visitaba la casa de una muerta y me admiraba de el orden y la calidad de sus pertenencias.También con remordimientos por invadir la intimidad de alguien que ya no podía preservarla.
ResponderEliminarA mí eso de la intimidad no me genera remordimientos, sino la responsabilidad de no despreciar cualquier huella, de no sentir compasión o respeto por cualquier indicio de una persona que estuvo viva y ya no.
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