Una casa muy pequeña, dos seres humanos,
no quiero saber cuántos cientos de miles de ácaros. Un solo cuarto
de baño en hora punta. Fuera, aunque nadie pueda creérselo, el
arranque de la mañana. Se obligan los coches a ello, nos obligan los
despertadores a obviar el muy obvio hecho de que hay una noche negra
al otro lado de la ventana.
Uno de los seres humanos se me parece en
el cuerpo y la cara. Si le preguntas cómo se llama probablemente
responda que Silvia. Pero no estoy segura de que sea yo. No me reconozco del todo en esa criatura que sólo necesita volver a cerrar los ojos para vivir una vida plena. Hace sólo
unos minutos estaba soñando que tenía un camión. Subía
a la cabina como un monito por una escalerilla empinada, desplegaba
la litera, dormía en áreas de servicio sin tristeza. Todavía
hay una sonrisa en esa cara que podría ser la mía.
El café empieza a hacer su trabajo y así
voy reconquistando posiciones dentro del monito desorientado que está
sentado en el sillón. Células obedientes las mías, lo bien que se
pliegan a la química elemental de cada desayuno. Pero el esfuerzo de
enfundarme mi cuerpo como si fuera un neopreno ha hecho que pierda la
batalla del váter. Se me ha adelantado el otro ser humano. ¡Otro
ser humano, en esta casa de muñecas! A veces me parece tan raro como
si viviéramos en una de esas bolas de cristal en cuyo interior cae la nieve.
Bueno, pues a esperar. En estos momentos
de saldo siempre suplico que ninguna emergencia me ponga en la
calle: con los faldones de la camisa sobre unos pantalones de
Cantinflas, el cinturón fláccido colgando sobre las caderas, y los pies con calcetines embutidos en unas chanclas todavía de verano, no estoy nada presentable para que los bomberos me
rescaten. En absoluto uniformada para ser una heroína. En momentos así también echo cálculos sobre el porcentaje de tiempo que ocupan los menesteres más insustanciales de lo cotidiano:
cuántas horas o meses emplea una persona moderadamente limpia en
enjabonarse, cepillarse, lavarse los dientes, abotonarse, pasarse una
esponjita por las botas, comprobar el contenido del bolso, buscar las
llaves, buscar la cartera, buscarlo todo antes de descubrir que lo
primero que tendría que haber buscado eran las gafas.
Si lo busco en Google, seguro que
encuentro la cifra. Y seguro que me espanto. Como me espanta lo poco
que recuerdo de mis rutinas en otros años y otras casas. Adónde
habrá ido a parar toda esa cantidad de vida muda. Cómo no se
derrumba el edificio de la memoria con toda la argamasa que falta.
Y para no seguir pensando, porque pensar
en momentos de flaqueza puede ser peligroso, abro el primer
libro que pillo. Tengo unos cuantos preparados al efecto, encima de
la mesa-orquesta donde apoyo el plato de lentejas, el ordenador, las
bragas que voy doblando conforme se secan. Lecturas salvavidas para
los minutos en tierra de nadie. Hoy ha tocado El milagro del
mindfullness, de Thich Nhat Hanh. Lo abro al azar y me topo con esto:
Yo soy la mandarina que me estoy
comiendo. Al igual que la planta de mostaza que estoy plantando (…)
Limpio esta tetera con la misma atención que pondría si estuviera
bañando al Buda o a Jesús cuando eran unos bebés. No hay nada que
debas tratar con más solicitud que todo lo demás.
Y esa imagen deliciosa del Buda bebé ha
desactivado el espanto que a veces me provoca la matemática perversa
de la rutina. Porque comprendido el tiempo de esa otra manera, no hay
rutina que valga. No hay minutos mazacote, ni compases de espera
entre dos o tres notas brillantes. La conciencia atraviesa todo lo
que ocurre como si fuera una flecha. No hay jerarquías de sucesos:
nada que haya que añorar, ni nada por lo que estar expectante. No
hay ninguna pirámide vital que haya que esforzarse en escalar.
Así que ahora estoy segura: esta cara
que sonríe por supuesto que es la mía. Yo soy mis manos sobre el teclado, la oreja que oye agradecida cómo el otro ser humano tiende mis pantalones de Cantinflas, la ensalada que estoy a punto de prepararnos, la certeza de que no hay mejor vida.
Te copio esto: "Cómo no se derrumba el edificio de la memoria con toda la argamasa que falta", porque esta mañana mismo me hacía esa pregunta, cansada de tanto involuntario olvido, aunque el sentido no sea exactamente el que tú le das en el párrafo del que te robo la frase, pero a vueltas con la memoria sí que andamos.
ResponderEliminarMe encanta esa idea del cuidado de lo mínimo, porque ese mínimo somos nosotros...
Leyendo el párrafo sobre los actos insustanciales, he pensado que no me parece que lo sean, todo eso nos constituye. Más abajo el entresacado de tu libro me lo confirma.
ResponderEliminarConcho! Por primera vez no he leido los comentarios anteriores al mío, si lo hubiera hecho, habría visto que "Anonimillas" ya había dicho lo que yo iba a decir.
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