Puedes conducirte más o menos bien por
la vida creyendo que respirar viene a ser un sinónimo de vacilar,
hasta que te da por hacer una lista de las cosas que das por sentadas
a lo largo del día y, entonces, ya no sabes cómo puedes seguir
caminando ágilmente bajo el peso de tanta certeza. Desde que te
levantas hasta que te acuestas, te aferras a unos cuantos principios
salvavidas que, si vinieran con etiqueta, tal vez te informasen de
que se fabricaron sin demasiado rigor en alguna fábrica china.
Das por sentado, por ejemplo, que el día
que comienza sabrá acatar dócilmente el diseño que te has ido
proponiendo para estar en el tiempo y que, a grandes rasgos, será un
duplicado del día anterior, con variaciones indispensables. Das
por sentado que gracias a ese control que ejerces, estarás bien
entrenada para lo que se presente, y que tienes un botín de
experiencia que te permite desenvolverte con aptitud en la vida.
Das por sentado que el mundo que se quedó fuera cuando cerrastes los postigos anoche se va a estar quietecito
y en su sitio hasta que te levantes. Que al encender la radio para no
desayunar sola el locutor seguirá narrando desastres e injusticias
que suceden a una distancia lo suficientemente aséptica. Que las calles
seguirán asfaltadas, y la mierda seguirá fluyendo disciplinada y
discreta a un par de metros por debajo de tus pies, sin mezclarse jamás
con el agua que enjuaga tu pelo, lava tu lechuga y llena
tu vaso. Que los grifos y los interruptores sabrán respetar tus
necesidades básicas. Que los autobuses llegarán más o menos
puntuales. Que a todos los bomberos, policías, barrenderos, maestros,
médicos, electricistas y conductores de ambulancias no se les ocurrirá darse de baja a la vez. Que la gente seguirá
entendiendo las frases fundamentales del idioma de la convivencia: lo
que dicen los semáforos, las distancias de seguridad entre los
cuerpos, las leyes de los turnos y la propiedad.
Das por sentado que tu organismo sólo
será un día más viejo que ayer. Que cada parte hará lo que sabe
sin protestas; que ni tu hígado, ni tus intestinos ni tu pulmón se
dedicarán hoy a gandulear. Que te saludarás en el espejo con un
gesto de reconocimiento. Que la filigrana de hormonas y
neurotransmisores mantendrá tu temperatura, tu nervio y tu glucemia
dentro de unos márgenes que hacen de la vida una cosa soportable. Que en tu cerebro seguirán
operando las mismas oscuras operaciones electroquímicas que ayer te
permitían registrar, comprobar, imitar, decidir, reflexionar,
recordar, imaginar.
Que seguirás entendiendo lo que la gente dice cuando habla. Que sabrás en todo momento el lugar dónde te
encuentras. Que reconocerás la cara de las personas a las que amas.
Que seguirás sabiendo manejar las máquinas que ayer mismo eran una
prolongación de tu cuerpo. Controlar tus impulsos de sexo y
violencia. Distinguir la fantasía de la realidad.
Das por sentado que la certeza de tu
finitud no será capaz de arañar tu alegría.
Y cuando calculas así el peso que ocupa
este exceso de confianza, no te queda más remedio que plantearte qué
sería de tu vida si cualquiera de tus certezas flaquease.
(Eso por no hablar de tu fe en que el sol seguirá meando brutalmente fotones, las plantas exhalando oxígeno, y la gravedad atándote a lo que un poco impunemente llamas realidad)