Me levanto con el firme propósito de
encontrar a esa gata. Lleva desaparecida alrededor de un día, y la
casa echa de menos sus maullidos entonados al estilo de Los
miserables. He escrito sobre ella, y ya forma parte de nuestra
novela. No tiene derecho a abandonarnos. Y mi hermana regresa para
pasar unas cortas vacaciones desde Inglaterra. Qué decepción se
llevará si al paraízo del clima amable y los árboles reflectantes
le falta esa presencia.
Así que después del desayuno me calzo
unas zapatillas y salgo de nuestro lugar hacia la parcela de al lado.
Voy agitando la bolsa de pienso, repitiendo ese sonido que funciona
habitualmente como elixir de amor para los gatos. Uno no tendría que
aprender a tocar la flauta si quisiera sacarlos de la ciudad: los
gatos tienen mucho menos oído musical que las ratas de Hammelin, o
una jerarquía de necesidades no tan sofisticada. Y Nico aplaca todo
el ansia de su vida turbulenta con la comida. No puede estar tanto
tiempo sin darle a la mandíbula. No puede dejar de caer en la
trampa. Si es que está viva.
Donde no llega la mano de mi padre, crece
la grama. La hierba seca me llega hasta las rodillas, me araña las
piernas. La parcela está invadida por ese tipo de matojos que
engordan con el abandono y dan una cosecha abundante de condones
y latas desteñidas. Me miro los pies, los cordones grises, los
tobillos frágiles. Estoy a punto de creerme la ilusión de que vivo
en un poblado de caravanas en algún rincón sórdido del Medio Oeste
Americano. Nuestra casa se ve blanca e imposible como un barco
fantasma. Aparece, gato de mierda. Ningún tanteo exploratorio merece
arriesgar un hábitat donde la seguridad se funde tan fácilmente con
la belleza.
Pero los gatos no subieron al Arca para
halagar con su gratitud a Noé. Nico no da señales de vida, ni
ahora, ni después de la comida, cuando volvemos a batir los
alrededores con nuestro reclamo sonoro. Miramos las arquetas, el
charco que varios inviernos lluviosos han formado en la excavación
de una obra que se quedó en osamenta. Por todas partes estamos a
punto de ver gatos ahogados, atropellados, convertidos en
hamburguesas por rudos perros de campo. Nico sigue sin aparecer. La
tarde se deshace rápidamente en noche, y una tristeza sin contornos
se apropia sin miramientos de su ausencia. El cambio de hora me mata;
mi mente rebota en las páginas del libro como si fueran de caucho.
Sólo quiero dormitar en el sofá. Después de casi dos días sin
pienso, Nico estará muerta.
Y cuando estoy tan abotargada que casi ni
me acuerdo de ella, aparece esa gata bribona, pavoneándose como una
vedette, con la elegancia desgarbada que unas patas traseras
desproporcionadamente largas le dan a su marcha. Come sólo un
poquito del comedero, como si estuviera ofendida por la burda
artimaña de la bolsa de pienso. Lame sin mucha ansia de su cuenco de
agua. Se tumba sobre la toalla de playa que había tendido en el
salón antes de que irrumpiera, intentando sacudirme el aburrimiento
con unas pocas posturas de yoga. Su cuadrupedia al completo se burla
de mi torpeza. Sus ojos se achinan con algo que a mí me parece mofa.
Exhibe de tal modo su flema que es como si quisiera enseñarme algo.
Y algo entiendo. Por ejemplo, que mis
expectativas no van a cumplirse por mucho que yo me empeñe en controlar
los elementos del medio. Que puedo ponerme en pie, trazar propósitos,
buscar un gato según el mecanismo natural de mi voluntad y mi
lógica, y quedarme compuesta y sin que se cumplan mis mejores
promesas. O puedo aceptar que más allá de los cálculos hay toda
una red de aventuras y efectos que siguen un curso secreto. Tal vez
sólo tenga que dejar de atosigarla y de dar manotazos para que la
red se materialice ante mis ojos, y yo pueda abandonarme sobre ella
con toda confianza.
Y entiendo también, por supuesto, que
más vale aprender a respetar la autonomía de un gato, si uno quiere
sobrevivir a su encanto.
Aix... por un momento la he creído perdida... snif.
ResponderEliminarCelebro su regreso... los gatos son bichitos especiales, por eso yo me muero por uno.
Un beso...
Pues te acompaño en el sentimiento, pequeña: te has incorporado a la nutrida casta de los siervos de los gatos.
EliminarBien. El último párrafo deberíamos imprimirlo y colgarlo en el lugar mas visible de nuestra casa.
ResponderEliminarHazlo, hazlo!! Me dará subidón cuando lo vea, al lado de los cuadros de los angelitos del Vaticano.
EliminarPuñeteros. Les encanta observar cómo los buscamos. Se ríen de nosotros en nuestra cara. ¿En qué estaría pensando Dios el día en que los creó? En hacernos la pascua, y nunca mejor dicho.
ResponderEliminarManolo.
Está claro: Dios hizo al gato a su imagen y semejanza. Contemplativos, indiferentes y ávidos de ofrendas.
EliminarYo conozco a cierto gato (cabeza de limón, en este caso) al que también he dejado de buscar entre los matojos. Eso sí, en mi caso, "sobrevivir a su encanto" (sin maldecirlo en un post it), en el fondo, no es más que sucumbir a ese encanto. Así que, si quiere unos tobillos gráciles donde enredarse, que el minino venga a mí y ya veremos si le hago repajolero caso. ¡Ea, que yo también llevo un gato dentro! ¿Que no?
ResponderEliminarLástima que haya que compartir un código secreto para echar unas risas con este comentario.
EliminarPobrecitos mis lectores no autoayudados. Os perdéis el historión.
Ese abandono, ese permitir, esa confianza en el "curso secreto" que siguen las cosas... ¡qué difícil es, joter!.
ResponderEliminar¡Me alegro de la vuelta gatuna!
Difícil como encontrar las fuentes del Nilo, llegar al Polo, como todo lo valioso.
EliminarNo pienso darle más espacio a esa gata mimada en la tribuna pública