Imagínate esto.
Imagina que la solidaridad no fuera una
mercancía gratuita, ni un asunto elemental como plantarse sobre los
pies. Que tuvieras que dar algo a cambio para poder jactarte de tener
un corazón humano. Imagina que no se te permitiera ser un testigo
meramente indirecto del drama de los demás. Que no fuera posible
responder a las noticias sangrantes sólo con un
compungido y bonito movimiento de cabeza, con un juramento, con una
tristeza teatral de las que se disipan rápidamente, y a otra cosa, mariposa.
Imagina si esa compasión transitoria
tuviera un correlato en tu carne. Si las treinta puñaladas en el
cuerpo de una mujer que sabía de sobra la comida favorita de su
asesino, o la carnicería de los cortes de cuchillas colocadas en una
frontera, perforaran al menos las primeras capas de tu piel. Imagina
que una noticia de hambre y frío generase en tu cuerpo un eco de
hambre y de frío. Que el dolor fuera físicamente propagable. Que
conmoverse fuera una cosa seria, y no un gesto de buena educación.
Que cada acto de condolencia se convirtiera en un trance, en un rito
de paso para alcanzar un grado de integridad superior.
Imaginálo un momento. Lo que diría de
ti ese canon de sufrimiento real. ¿Comprarías ética con un dolor
acerado, pongamos que en el reverso de tu muñeca derecha? ¿O
preferirías que sentirte parte de una fraternidad te siguiera
saliendo de balde, igual que ahora tantos libros, series y películas?
Una idea tan rompedora merecería ser practicable, pero no a elección de los seguramente pocos voluntarios a probar el dolor ajeno en su propia carne, sino por decreto universal ¡cómo cambiaría todo!
ResponderEliminarPero eso le quitaría un poco de enjundia a la elección. Sólo de la posibilidad de elegir puede surgir una postura ética.
Eliminar