sábado, 23 de noviembre de 2013

El azúcar, droga zoológica

 
En serio, tengo que hacerlo. Tengo que contar la última de Nico. Para que allá en el exilio su madrina se entere.

Si yo tuviera una cuota más nutrida y diversa de lectores, puede que alguno me llamara educadamente la atención. Medio en broma, amenazaría con orquestar una campaña en los interneles para que no volviera a publicar historietas de gatos. Pero aquí estamos cuatro ídem. Y apuesto a que todos compartimos la misma psicosis. Somos un grupito servil que nos derrumbamos ante la mínima caidita de ojos felinos. Sólo que últimamente merodean por aquí tantos, que a lo mejor debería plantearme darle un giro a este blog. Dejarme de estampas personales y de paisajes; de postales y de tratar de entender de qué demonios va esto de la vida. A cambio, encontrar mi vocación en la Mininología: Historias de Gatos Ilustres. Tratado cognitivo-conductual sobre psicología gatuna. La vida picante de los gatos. El gato, amo del hombre. Las Guerras Pérricas. De bello gatico. Se compartirían enlaces a mis entradas en Facebook, junto a diapositivas de manipuladores cachorritos de mirada húmeda. Tendría serias oportunidades de hacerme con el Premio Bitácora al Blog Más Friki del Año. Amasaría cada diciembre toneladas de roscones de Reyes para recaudar fondos a favor de los gatitos callejeros. Terminaría combinando faldas largas y floreadas con zapatillas de deporte y sudadera.

Ya veremos. Hasta entonces, me comprometo a no seguir explotando esta veta. Sólo una anécdota más: Nico ha descubierto el Síndrome Navideño. Nico se ha convertido en la enésima víctima de la dieta occidental. Nico se ha vuelto adicta a las gratificaciones elementales que suministra el azúcar. Nico se humilla y come de mi mano cada vez que le paso por el hocico su nueva obsesión. Soy así de mezquina, y por un poquito de atención felina, soy capaz de arriesgar su salud. Nico es ese niño indonesio enganchado primero al tabaco y luego a la comida basura. Nico se relame los bigotes en busca de la última miga de polvorón.

He aquí los antecedentes. Por estas fechas se habla en Estepona de cierta marca de mantecados con veneración y complacencia propias de un turbio rito tribal. Las familias los encargan con antelación, los compran a kilos, los exhiben, los usan como signo de distinción. Jose me vendería a un tratante de blancas a cambio de unos pocos kilos de tan selecto manjar. Es un polvorómano en toda regla, y mi padre es su camello.

He aquí la anécdota. Hace un par de días, cuando llegamos a la casa paterna, Jose saludó: Hola, qué tal, estás muy guapo con barba, ¿los has comprado ya? Sin solución de continuidad. Mi padre, impávido, respondió: no. Subí la maleta a mi cuarto. Jose se rezagó. Bajé las escaleras de nuevo. Al rato sonaron gritos. Una combinación energúmena de júbilo y amonestación. Pero Juaaan...Pero Nicooo...Pero subid a ver estoo. Arriba, en la habitación donde duerme Jose, estaba su sorpresa. Un buen par de kilos de paquetitos envueltos en elegante papel cebolla. Una orgía de manteca de cerdo y canela. Una dulce bacanal. Una granizada desparramada por el suelo. Un gato dando cuenta de ellos, absorto, frenético, ciego y sordo al alboroto de los humanos. Varios mantecados catados con finura de sibarita: uno rojo, uno azul, uno amarillo; ninguna repetición. Nico aniquilando su instinto carnívoro con un verdadero menú degustación.

Más, dame más.


Horas después del revuelo se escucha un revolver de bolsas, sonido delator. Todas las puertas de la casa están prudentemente cerradas. De la gata bandida no asoma el rabo por ningún sitio. Miramos debajo de las mesas y de las camas. Nada. Pero siguen sonando crujidos de plástico, como en una versión moderna del cuento de Poe. Esta vez es mi padre quien desvela el misterio: refugiada en el oscuro hueco de la escalera, Nico se esmera con toda una bolsa de alfajores. Debió de escaparse con ella, mientras yo daba palmas, Jose abrazaba a mi padre por el mancillado regalo, y él, conteniendo la risa, se hacía el enfadado.

He aquí los resultados: desde entonces, cada merienda es un drama. Jose se zampa tres polvorones de golpe, exhibiéndose delante de Nico de modo sádico. Ella maúlla como si la estuvieran duchando. Cada vez que alguien abre la puerta de la despensa, una gata barrigona y atigrada se enrosca en sus piernas. Nico participa ya en la atmósfera decadente y culpable de las digestiones navideñas. Nico necesita una cura de desintoxicación.

6 comentarios:

  1. Adoro a Nico. Pero no tanto como a ti.

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    1. Te voy a mandar otro par de kilitos para ti nada más. Sin mordisquear.

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  2. La primera y única vez que pude cometer canicidio fue el día que Nona, a la que yo consideraba amiga, se comió más de doce bolones de chocolate Lindt. Si mi amor por los perro y gatos estaba nivelado ese día se decantó por los felinos.
    (Mi pasión por las hojaldrinas Mata siguen siendo mi debilidad pre-navideña.)

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    1. Es que ese es un pecado muy gordo, con lo buenísimos que están esos bolones? Me encanta la palabra! Pero a lo mejor la perdonas retrospectivamente si sabes que el chocolate es bastante tóxico para los perros.
      Yo me decanto cual psicópata por el pan de Cádiz.

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  3. Tiene buen gusto el gato Nico,.Los dulces navideños de esa marca son los mejores

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    1. Las cartas boca arriba: Mantecados La Perla de Antequera. Un lotecito de cortesía por la publicidad, por favor.

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