Merodeo en torno a mi estado de ánimo,
sin atrever a acercarme demasiado. Puede que sea tan tímido como un
gato, y nada me gustaría menos que ahuyentarlo. Pero sé algunas
otras cosas sobre los gatos. Por ejemplo, que a pesar de la
delicadeza de su movimiento, tan depurado que a veces parece
abstracto, son animales bravíos que se emborrachan de júbilo en
cuanto disponen de un espacio peliagudo por el que trepar, corretear
y avanzar agazapados hasta el zarpazo cirujano. Sé también que
sienten una especial avidez por los acomodos blandos y cálidos, y
que por eso a veces te conceden la gracia de enroscarse en tu regazo.
No son criaturas tan pudorosas y etéreas, los gatos.
Como tampoco, creo, esta mansedumbre que me revisita. Esta sensación de
que algo dentro de mí se ha apaciguado, y de que fuera, en el
contacto entre la realidad y mi piel insumisa, algo ha sido
engrasado. Me vuelco sobre el balcón, y los andrajosos claveles que
sobreviven heroicamente al calor y a mi mano de podadora nazi me
parecen tan dignos de contemplación como los fresnos regios que me
cobijaron en Ordesa. Recuerdo ahora aquellos árboles sin intención
de secuestrarlos, y de la mano de ellos, otros momentos dulces o
intensos a los que sólo puedo acceder ya mediante ese mapa sin
leyenda ni norte que es el lenguaje. Y luego, ya de noche, me basta
con arroparme por fin con la sábana para saber que este sitio
concreto y trivial en el mundo es tan adecuado como cualquiera para
entregarme primorosamente a la tarea de respirar.
Pero
coloco mi dulzura en medio de un foso de prudencia, y por
superstición, apenas me atrevo a dar fe de ella. Está aquí, dentro
de mí, fuera, a mi lado o sobre mi cabeza, enroscándoseme entre las
piernas todavía morenas, atizándome de vez en cuando un zarpazo,
como advirtiéndome de que no se me ocurra retenerla. Criatura
astuta. Me conoce mejor de lo que yo la conozco a ella. Intuye que a
lo mejor trataré de analizarla, que la miraré de arriba abajo y la
pondré en cuarentena. Que primero me enamoraré y luego no me fiaré
de su firmeza. Que la cargaré de sentido para después subestimarla.
Dejaré que me ronde la idea de que, por qué no, si le tengo apego a
ciertas ingenuidades, tal vez el brío del viaje y las montañas
medidas en litros de sudor y los árboles hayan logrado realmente
depurarme. Y después me diré que no, que simplemente tengo un
carácter lo bastante flexible como para que la costumbre
interrumpida me parezca nueva al retomarla, y que lo lógico, lo
maduro, lo responsable es contar con que la sucesión de confianzas y
desasosiegos volverá a ponerse en marcha.
Así
que dejo esta facilidad a su aire, y emprendo mis cosas como si no
estuviera conmigo, igual que las emprendí cada vez que una inquietud
difusa decidía alimentarse de mis tripas. La restauración optimista
del hábito de escribir; la voracidad con la que me lanzo a la cama
con un rebote y un libro. La jarra de leche de cabra envuelta en
toallas que espera sobre la encimera de la cocina a que se produzca
una prodigiosa alquimia microbiana. Los paseos y las compras y el
cuidado de los cuerpos. Y estando en esas, la facilidad, o la
aceptación, o la mansedumbre, como quieras llamarla, se me vuelve a
subir encima y me permite acariciarla. Y yo siento que este ejercicio
de escritura que no deja de ser un lance de caza tiene sentido si
vale para transmitir cada dulzura íntima e inconfesada.
Vale,vaya que sí vale.Muchas veces despues de leerte, salgo del ciber con el ánimo apaciguado. Otras con una sonrisilla suave...
ResponderEliminarGracias.Besos.
Ooooh, adictilla, qué comentario tan gonito. Gracias a ti por la compañía.
EliminarNos conoce usted muy bien a los gatos (ese primer párrafo lo demuestra), que también la leemos. Y le aseguro, como cazadores natos que somos, que su lance de caza acierta en su objetivo.
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