sábado, 31 de agosto de 2013

Yo soy mis pies, y no mucho más


Lo estudio en busca de historia y señales. Se han portado como soldados valientes y me gustaría verlos condecorados. Maduros, robustos, un cuadro de vigor hecho de nervio y de carne. Quisiera que mis pies llevasen las huellas de mi viaje. Pero me parecen los mismos de siempre: tostados igual en agosto que en marzo, un poco de bebé en la sucesión de dedos progresivamente tímidos, y con algún que otro recuerdo mezquino de magulladuras donadas por zapatos impíos. Ni rastro de las trochas endemoniadas que han pisado; de la grava que parecía querer dejar en ellos estigmas; del agradecimiento con que saludaron cada tramo mullido de hojarasca; del alivio cuando los metí en el agua gélida de un torrente recién nacido, tan anestésica que daba miedo olvidarse del dolor y terminar sacándolos muertos. Intactos, mis pies. Como si no hubieran subido hasta el mismo mentón de las montañas. Como si después de que su cuentakilómetros haya crecido cerca de una centena, no supieran que las medidas pirenaicas son una cosa inefable, situada más allá de cualquier estándar.

Y, sin embargo, qué manera bendita de andar, y qué insaciables. Cuando uno encuentra que se le da bien lo arduo, ya no puede dejar de acometerlo con sumisión y alegría. Ahora, a mis pies farsantes les está contando un mundo volver al letargo asfáltico de la ciudad. Intuyo la Sierra detrás de un turbante de nubes, y mis tobillos caracolean y crujen como dedos de matones antes de que empiece la pelea. Quiero volver a hacerlo, calzarme esas botas con las que nunca siento un dolor abyecto de lumbares, y quedarme sin aliento a los primeros compases de la marcha. Quiero volver a escuchar claramente mi corazón, y comprobar cómo a cada paso la mente se va desbrozando.

Desde luego que no sucede a la primera. Hace falta mucho desnivel y mucho sudor para alcanzar ese punto de inflexión en el que las cosas empiezan a verse más claras, las pocas cosas que sobreviven cuando la pendiente es lo bastante pronunciada como para que no se te ocurra desperdiciar oxígeno y glucosa cavilando en chorradas tales como tu papel en el mundo o tu expectativa. La marcha no te transforma místicamente al primer paso, como muchas criaturas amamantadas y uniformadas en el Decathlon pudieran pensar al atarse las botas. Ni siquiera te transforma: la marcha feroz te deja en bragas. Así de simple. A solas con tus limitaciones y tus capacidades. El esfuerzo es un espejo severo que informa del tipo de persona que eres. Sin malinterpretación ni juicios subjetivos ni falsificaciones. Te limpia el maquillaje, y desmonta las imágenes acusadoras o benevolentes que llevaste contigo a la montaña.

La cosa sucede más o menos así. En los primeros repechos se te cae la media sonrisa, seguida muy de cerca de la fanfarronería. Al empezar eras consciente de que no estabas en un punto álgido de forma, pero, amiguita, ¿a qué es duro darse de bruces con la realidad de que, en vez de articulaciones y músculos solventes, no tienes más que bayetas? Se continúa en la cuesta por orgullo. Llevas unos pocos y risibles cientos de metros, y un par de jubilados con zapatillas de tenis está respirándote en la nuca. Empiezas a cuestionarte los nombres de las cosas: senda es una forma indulgente de llamar a esta hilada de bosque mal desbastado en la que apenas cabe un pie tras otro, a este risco resbaladizo, a este puñado de anoréxicas raíces. Reto es un apodo de la petulancia. Una revuelta, otra, otra. Procuras ser disciplinada, y no mirar hacia arriba. Gente que te adelantó hace unos minutos está ya a la altura de la azotea de un bloque de trece pisos. Pero la marcha te enseña que no eres disciplinada. Ni mucho menos. No haces más que medir con los ojos y con el desaliento un desnivel que ni por asomo parece que vaya a aplacarse nunca.

Pero subes, subes, y subes, y entonces ves reflejada tu verdadera figura en el espejo del esfuerzo. Y te guste o no, lo que ves es que tienes una escasa tolerancia al sufrimiento. Que el no siempre va por delante del sí, todavía: muda o graznando, no haces más que lloriquear que no puedes. Estás a merced de la anticipación, pese a todas tus amables y vigorosas construcciones mentales. No vas a poder con el repecho. Va a descargar la tormenta perfecta, y la entrecomillada vereda se va quedar tajada por dos torrenteras. No vas a encontrar un escondite donde cambiarte de tampón. Te vas a empapar de sangre. ¿Eras tú la que ya no se acordaba a la mínima del cáncer?

Eso te enseña la montaña. Que eres quejica, comodona, y que tienes una creatividad un tanto delirante para rastrear todo tipo de amenazas. Y que al final, por mucha aversión que demuestres a la subida, y por mucho que desconfíes de ti misma, tienes fuerza y tenacidad suficientes como para llegar hasta arriba, soltar todo ese lastre y seguir caminando. Aunque luego tus pies pasen de corroborarlo.

Y después...

4 comentarios:

  1. Deberías haber puesto la marca de tus botas, alomejor te regalaban las próximas.
    Enhorabuena valiente.

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    1. Sin problema: Tuckland. Muero por ellas. Si me regalan un par del mismo modelo, posaré desnuda de esa guisa calzada.

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  2. Anónimo entre comillas02 septiembre, 2013 22:34

    He "trocheao" contigo y nunca te he oído quejarte, quizás porque comparado con esas sendas pirenáicas lo nuestro eran como llanuras manchegas, y lo cuentas con tanta sal, que me da una envidia...

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    1. Porque te entereza me contiene, dear. Y porque, efectivamente: las rutas de dificulta alta de Andalucía son en los Pirineos paseítos para viejas.

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