Pipiolillo, amigo mío, hoy te quiero
hablar de un asunto aún más peliagudo que el que te endilgué en el
primer fascículo de este coleccionable.
Qué escribir para que el público te
lea. Ajajá.
Ya habrás comprobado que la
cuestión de cuándo escribir es pan sin sal comparada con la
del qué. No te lo tomes a mal, pero permíteme recordarle al público
felizmente desprovisto de ínfulas creativas que llevas escribiendo
diarios y cuentos secretos desde la adolescencia, y que, por tanto,
eres una especie de hemofílico de las palabras: a poco que te
rasques la piel del corazón o del recuerdo, ya estás sangrando como
un marrano colgado boca abajo. Y resulta que estás acostumbrado a
ejercer un libre albedrío que raramente te concedes fuera de las
fronteras de tu libreta. Escribes sobre lo que te da la gana, o no,
espera, escribes todo eso que se desvive por ser escrito, como
si estuvieras infectado por un virus que utilizara tus células para
propagarse. Escribes como si tu conciencia fuera un particular código
genético que necesitase fervientemente ser descodificado. Lo
escribes todo, vamos.
Y ahora que empiezas a exponerte, te das
cuentas de que has vivido demasiado tiempo sin reglas. Eres Tarzán
en medio de Manhattan. Eres Leonardo DiCaprio en el altar. Hay ojos
que te miran y que esperan que sepas comportarte. Hay ciertas normas
de etiqueta y convivencia que tendrás que asimilar. Haz memoria
ahora conmigo: ¿cuántas veces has leído que debes desarrollar una
empatía radical con tus lectores? La Madre de Todas las
Instrucciones, ¿verdad?. Debes sentarte, o como yo, arrodillarte,
con todos esos ojos amigos pululando alrededor de la pantalla. Debes
tener puntualmente en cuenta sus apetencias y sus necesidades. El
lector es el pueblo romano. Es una criatura voluble y ávida, y tú
tienes que alimentarla. Conquistarla. Domesticarla. Apresarla.
Desposarte con ella hasta que el punto final os separe. Tienes que
darle a ese lector glotón y exquisito lo que le gusta. Tienes que
escribir para él.
¿Y qué esperas que te diga, que eso no
es cierto, que sigas escribiendo lo que te salga de los genitales?
No, amiguito, no nos engañemos. Si estás publicando tus textos es
porque aspiras a que alguien los lea. Si no, no estarías
convirtiendo tu bonito y verboso diario en un vertedero de ideas que
acabarán recicladas en forma de post. No te arriesgarías a que la
gente que te conoce levante dedo índice y ceja y te diga a la cara
vaya, vaya, qué guardadito te lo tenías. No abandonarías la
blanda comodidad del sigilo, por donde te has estado paseando tan
ricamente en pijama. Así que si quieres compartir tus vivencias, y
abrir la puerta de la casa de tus lectores, tendrás que echar mano
de llaves maestras. Deberás, y en eso estamos de acuerdo criatianos,
judíos y mahometanos, respetar los Santos Mandamientos de la
Inteligibilidad. No farfullarás. No derraparás. No usarás el
idioma como un consolador. No te masturbarás ni vomitarás
delante de gente bieneducada. Eso no está bonito, de verdad.
¿Quiere eso decir que has de tratar al
que te lee como al cliente que siempre lleva la razón? Yo quiero
entender que no. Y quiero también que pruebes a fabricar tus propias
reglas, en lugar de confiar ciegamente en las que otros escritores te
ofrecen con generosidad. Cuando te dicten que le des al lector
exclusivamente lo que él quiere, ándate con cierto cuidado. Si te
instan a crear un producto que te haga único y deseable, una marca
personal que cotice a la alza, haz un par de respiraciones profundas
y pregúntate qué es lo que esperas tú de la escritura. ¿La
consideras un menester expresivo o una especie de operación de
finanzas? ¿Estás dispuesto entonces a estudiar el mercado de
intereses, y a invertir todo tu capital de emoción y tiempo en
acciones de tu lector? ¿Serás capaz de sobrellevar la ansiedad de
tener que estar siempre encandilando?
Mira,
voy a contarte la conclusión a la que hasta ahora he llegado, y
luego tú haz lo que se te antoje con ella: el que escribe tiene que
ser ante todo digno del material que se trae entre manos. Es ahí
adonde debe destinar toda su intención y su vitalidad. Debe dirigir
el foco sobre el tema que ha elegido, y dejar momentáneamente en
penumbra a un lector hipotético, y por supuesto, a lo que éste
pueda reflejar de manera indirecta sobre su ego.
La
difícil pregunta del qué es en realidad lo de menos. Da igual si es
la escarcha sucia de un callejón de Praga singularmente desprovisto
de encanto. O las uñas encarnadas de los pies de tu abuelo. O el
tierno patán con el que perdiste la virginidad, por decir algo,
porque la puso tan a la vista que no te costó nada volverla a
recuperar. No importa de lo que se trate. Si respetas su verdad,
terminará por interesarle a alguien. Así que procura gustarles más
bien a ellos, a los taciturnos habitantes de una ciudad donde no
conoces a nadie; a tu abuelo que no toleraba unos domingos en los que
no se podía trabajar; al patán que sabía menos que tú todavía; a
la persona sin hacer que fuiste alguna vez. Si cuentas lo tuyo, todo
lo que has vivido, esperado o fabulado, de una manera vigorosa,
honesta e inteligible; si pones lo mejor de tu humanidad en ello, sin
pretender venderle la burra a nadie, al final ese material vivo
saltará de ti como una pulga y encontrará a quien habitar. Él
solo, con sus propios y arrebatados medios, sabrá cómo y con quién
conectar.
¡Estupendo!
ResponderEliminarEl último párrafo, toda una declaración de principios.
Besos
Peliagudo asunto. Uf. Camino se hace al andar. Andemos y contemos.
ResponderEliminarÉl sólo, con sus propios y arrebatadores medios, sabrá cómo y con quién conectar.
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