Llevo un buen rato mirando la montaña.
Es masiva, ni majestuosa ni muy elegante, de un gris contagiado del
celeste del cielo. Un puñado de bolas de papel arrugado. Encinas
como la que me da sombra escalan casi hasta arriba: ahora en lo que
pienso es en una nariz prominente asomando por encima de una de esas
mantitas rústicas de viaje. Cada cinco minutos me veo obligada a
cambiar de perspectiva, porque algo en mi olor parece atraer
poderosamente a las avispas. Me asedian, zumban en torno a mí con
furor de paparazzi. Yo practico mi tolerancia pacifista hasta que ya
no puedo más, y entonces me muevo hasta la sombra más cercana,
confiando idiotamente en que las avispas no van a acordarse de que
las alas les sirven para otra cosa que para ponerle una banda sonora
desquiciante a mi tarde. Y con cada nuevo traslado descubro una nueva
faceta de la montaña. Miro por aquí, miro por allí, miro por acá,
pliegues, dentelladas en la roca, recovecos, planos desnudos, cada
árbol tan peculiar como una persona, y vuelve a maravillarme lo
inagotable que es el banquete de realidad disponible para oídos,
nariz y ojos.
Miro
intentando absorber el paisaje, guardar una miniatura dentro de mí
como si mi memoria fuera algo tan accesible y sistematizado como el
sistema de carpetas de Windows. Y, sin embargo, dentro de unas pocas
horas, qué digo, dentro de unos minutos, todos los ángulos de la
roca y toda la exuberancia estructural del mundo se habrán
volatilizado. Sin dejar siquiera una huella. Tendré que conformarme, como
mucho, con el olor de una huella.
No voy a negarlo: es nieve. ¿Algún problema? He tenido que rebuscar una foto vintage |
Y,
sí, yo sé que uno no consigue completamente la madurez hasta que no
aprende a abrir el puño para que se suelten las cosas, pero a veces
pienso en que sería hermoso si los lugares y los encuentros y los
intercambios se quedasen marcados de alguna manera en el cuerpo, como
cicatrices perfectamente legibles de nuestras vivencias. Si los amores
tatuaran las intimidades de la piel, o las corvas oliesen a Venecia.
Si el dibujo intrincado de las pupilas fuera una especie de mapa
topográfico de las islas croatas. Si tus pulmones y tus tripas y tus
ganglios se reordenasen de forma comparable al callejero de la ciudad
en la que vives. Si las avispas y la brisa enriquecieran los acordes
de tu voz. Si los sabores peculiares de todas las lenguas que han
entrado en tu boca le dieran un bouquet característico a tu aliento.
Si cada conversación gloriosa aligerara medio kilo de tu peso. Si el
cuerpo contara la historia completa de una vida de maneras menos
sutiles. Si la memoria pudiera funcionar como un papel de calco. Si
la huella de la vida no fuera tan frágil.
Si el cuerpo no refleja todo lo vivido. Si la memoria es incapaz de retenerlo. Que suerte la tuya que sabes escribirlo para después rememorarlo.
ResponderEliminarBesos.
Y, sin en cambio, yo creo que sí lo hace o ¿acaso no es la cara el reflejo del alma?.
ResponderEliminarPero abandono mi pose de Marisabidilla y me postro ante tu prosa.
Muas
Yo es que creo, more well, que la cara termina corvintiéndose en el disfraz del alma.
Eliminar¡Comenta sin recato, mujer, que tus posturas, más que tus poses, me encantan!
Y yo me postro ante ti
¡Pues es verdad!, ahora que lo dices estoy más de acuerdo con lo del disfraz. Con lo cual, el alma permanecería inperturbable y sabia como ella es, mientras que la cara reflejaría nuestras elecciones vitales. A mayor sintonía con el alma, más armonía física.
ResponderEliminarDe aquí sacamos algún teorema, ya verás.
(¡Y aún me quedan dos post por leer!)