Bajo
al gimnasio con la esperanza de que la piraña hambrienta que se ha
alojado en mi estómago se maree a fuerza de giros y botes, y decida
buscarse otro lugar donde alimentarse. Sudaré este nervio, me digo,
y después me ducharé, y me echaré tantos potingues aromáticos en
cuerpo y pelo, y me quedaré tan rematadamente suave, que el primer
paso que ponga fuera del cuarto de baño será como patinar, y cuando
me siente, tendré que tener cuidado para no resbalarme de la silla,
y si alguien me toca, pensará que estoy hecha de aire primaveral, o
de mármol templado, o de raso. Así de suave me voy a quedar. Y
entonces me colocaré el portátil
sobre las piernas, y retomaré el post que empecé ayer sobre mi
regreso parcialmente triunfal al gimnasio (triunfal porque aquí sigo
todavía, respirando; jodida, pero contenta. Parcialmente, porque
esos semidioses a los que tiempo ha bauticé como Cuarentón Jamón y Hombre de Chocolate parece que han abandonado la tierra de los
mortales)
Y
bien, estoy limpia, estoy suave, fuera hace un sol despampanante, pero la piraña sigue ahí, revitalizada por el ejercicio.
Deseando liarse a dentelladas con mi estómago, igual que yo estoy
deseando pillar la merienda. Somos una, mi piraña y yo. Pero a su
pesar, me siento, enciendo el portátil, vuelvo a enhebrar el cabo de
frase que dejé ayer suelto, y... Se me sale de la aguja, una y otra
vez. La piraña roe, y yo ya sé que no voy a poder escribir lo que
tenía proyectado. No me va a salir, sencillamente. Porque tengo un
abceso de emociones confusas ahí adentro, que claman por ser
explicadas, y entonces expulsadas. Esa es la verdadera naturaleza de
la piraña. Es un tapón, una mucosidad que envuelve los motivos externos – el gimnasio; la alegría porque hoy, después de
muchas semanas, me he despojado en la calle de una primera prenda
sobrante -, y los convierte en temas triviales. No puedo hablar de la
zumba, como pretendía, teniendo Eso ahí.
Eso.
Lleva en mí desde ayer, y todavía no sé cómo nombrarlo. Por eso
invento comparaciones estúpidas. Tenemos ya la piraña; tenemos el
abceso de pus. Tenemos también la avenida. Para ir al gimnasio sólo
tengo que seguir la orilla del río y, después de estos días
bíblicos de borrasca, el río viene marrón y bravo. De hecho,
hasta parece un río de verdad, y no el reguero famélico y
encorsetado que realmente es. Todas las aguas que surcan la provincia
tienen ese mismo aspecto, esa misma densidad cruel de sedimento,
porque todas los paisajes de la provincia han sido más o menos
decapitados, y todas las tierras sueltas se precipitan ladera abajo,
arrastradas por la lluvia. Y todos los cauces están llenos de
troncos podridos y de malezas invasoras, porque la vegetación de las
riberas ha sido igualmente desahuciada, y por aquí y por allá hay
obstrucciones, y por eso el agua achocolatada inunda tantos campos, y
entonces se queja todo el mundo.
Bueno,
yo hace mucho que desbrocé un bosque entero de sentimiento, y me
obligué a reponerme de dolores inventados y del desamparo. Y, ahora,
a poco que llueva – y aquí la lluvia es una cara que me recuerda a
otra cara; o el olor del champú de este tío que amenaza con dejar el Mercadona tieso de flanes de huevo; o un burlón virus
informático que me llega desde uno de esos contactos que me resisto a
borrar de mi agenda virtual, invitándome a unirme a él en un
chat de ligues – con dos o tres gotas que caigan, la tierra que
sobrevivió al desmonte sentimental se viene abajo y lo inunda todo.
Y
cuando eso pasa, me sorprendo fantaseando de nuevo, reescribiendo de
nuevo en mi cabeza historias de falso amor que nunca llegaron a nada,
o que llegaron adonde nunca imaginé que llegarían, adornándolas
de la manera que más le conviene a mi ego. Me veo en habitaciones de
hotel, o dentro de un coche, o en una cafetería, escuchando palabras
de arrepentimiento y deseo, admirando paisajes ilimitados a través
del balcón, o de la ventanilla, o del escaparate. E inmediatamente
me avergüenzo, y me reprendo. No debería ser tan condescendiente
conmigo misma. No debería malcriarme con estas escenas de diva. No
debería descomponerme en tantos planos. No debería despegarme de mi
hermosa realidad. No debería tener una muchedumbre insidiosa dentro
de mí. No debería albergar tanta materia en descomposición en las
entrañas. Debería reciclar esas fantasías y transformarlas en
ficción. Debería ser una, grande y libre. Debería poder matar
pirañas con un par de ciclos de inhalación, exhalación,
inhalación.
Justo
en ese momento me doy cuenta de algo. Ya no hay piraña. El brote de
una frase gloriosamente payasa sobre mi descoordinación gimnástica
asoma por entre la ristra de deberías, lo que significa que
el tapón de viejos sentimientos infectados se ha desinflado. Y las
aguas del presente vuelven a correr cristalinas. Ha pasado otra vez.
La escritura se ha convertido en mi más eficaz ejercicio de
respiración. Le ha abierto hueco a todo Eso que no sabía nombrar. Y
me ha cambiado toda la verborrea de obligaciones morales por una
cordial libertad.
"No debería malcriarme con estas escenas de diva."
ResponderEliminar¿Quién no lo hace de vez en cuando?
Viva la escritura! Como desahogo pocos se le asemejan.
Besos pirañita.
Pero es que son M-A-L-A-S: reservan lo mejor de nuestras réplicas y nuestras potencias para el plano especulativo.
EliminarPero VIVA!!
Besos, pajarilla.
Eso es verdad, cuántas veces se me habrán ocurrido genuinas, brillantes y mordaces respuestas a destiempo... ay, qué lástima ser tan tontina...
EliminarBesín.
Algo te reconcome.¿Qué te pasa?.
ResponderEliminarSolo por (curar) Eso merecería le pena lo que de esfuerzo conlleve la escritura ¿no?
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