Las epifanías son sucesos traidores: te
atacan cuando menos las esperas. La mía de hoy me pilla a eso de las
cinco de la tarde, bajo unas sábanas que todavía no han conocido
hoy una mano que las alise. En condiciones normales, seguir a esa
hora bajo el iglú del edredón significa lloriquear. La campana de
la iglesia de San Cecilio suena cinco veces, y yo me siento como si
estuviera a punto de ser conducida por el corredor de la muerte. La
vida es un brete, en tales circunstancias. Porque fuera hace ya
taanto frío, y en la cama se está tan, pero taaaan calentito, que
levantarse es como robarle la infancia a un niño.
Sólo que hoy la normalidad no ha querido
guardar las cuatro esquinitas que tiene mi cama. He escuchado las
campanas, y me he dicho, solemnemente, “al carajo. ¿Acaso no soy,
desde que me quito el uniforme, dueña y señora de mis horas? ¿Y
qué si me quedo aquí un ratito más?” En esas, la epifanía se ha
metido bajo el edredón conmigo, y me ha abrazado por la espalda,
como si fuéramos un par de cucharas recién compradas. De repente me
he sentido liberada de todo mis compromisos verticales. Si estoy
perfectamente a gusto en la cama, ¿para qué voy a levantarme? ¿Para
poder rendir cuentas al final del día, mediante la demostración de
mi lista de tareas tachadas? ¿Para justificarme y sentir plenamente
mi derecho a la vida? El caso es que, así, neutral y mansa,me he
sentido ostentosamente viva, sin más atributo que mi respiración, y
el calor que desprende mi cuerpo.
Es
bueno recuperar la conciencia del propio calor, así, metida en un
nidito, incubándome a mí misma. Mi calor
constante y presumido, frente al frío que, ahí afuera, ha dejado de
ser un juego. Lo irrefutable de su presencia demuestra que,
pese a las veleidades dermatológicas o menstruales, sigo siendo un
ser vivo eficiente. Todos mis billones de células, a esa hora, son
una fábrica donde se están quemando los músculos del atún, la
celulosa de la lombarda, la dulzura soleada de la naranja que me comí
hace un rato. Mi calor, fruto de tantas prodigiosas reacciones de
combustión y rotura de moléculas, es el envés de la energía
empleada en el crecimiento de todo eso de lo que me alimento. Mi
calor me conecta a la secreta química de los suelos y de los mares,
a los ciclos de lluvia y sequía, a los jaleos atmosféricos. Mi
calor le devuelve al sol lo que es suyo.
Y
es asombroso todo lo que mi cuerpo no deja de hacer por mí. Me
redime de todas las tareas a las que lo someto, y de toda esa presión
de rendimiento que acarrea querer vivir una vida rica y bella. Con
solo elaborar mi lote de calor automático, ya puedo echarme a
descansar: no es preciso que haga esto, aquello, lo otro, para
demostrar que mi tiempo está siendo aprovechado. No necesito
producir nada, no consumo más que un poco de
oxígeno. He dejado de ser un Homo
economicus. Así que puedo quedarme
en suspenso, tan ricamente, nada más que respirando. El resto de mis
gerundios, yo escribiendo, yo respondiendo, yo actuando, no son ya
tan perentorios.
Pero
es que también tengo una memoria, y una imaginación que, aunque no
sea muy fulgurante, me concede volver a los lugares que he amado, y
continuar conversaciones pendientes con personas que he perdido.
Tengo también la caja fuerte de las sensaciones que he ido
ahorrando. Meto la cabeza bajo el edredón, y huelo la corteza color
salmón de los alcornoques recién descorchados. Siento en mi lengua
la gotita afrutada que se obtiene al chupar el tallo de una flor de
madreselva, y en los pies, el tacto de polvorón de la arena mojada
en la playa de Bolonia. Siento como si una mano me subiese rodilla
arriba, al recordar la forma en que Nick Cave (venga, hacía mucho
que no lo sacaba a pasear) arrastra la frase bring
it on. El tirante del sujetador
sobre un hombro quemado. El
nudo en el esófago mientras espero en una sala de embarque. Mis
dedos que no se atreven a rozar siquiera el agua salvajemente
turquesa en un puertecito en Croacia. Un beso muy, muy apretado sobre
la mejilla. Casi puedo tocar los
hoyuelos que aparecen en tus mejillas al sonreír.
Ni en mi memoria ni en esta foto hay gota de Photoshop |
Sigo nadando en mis tesoros, como el tío
Gilito, cuando Jose se revuelve, y haciendo de mí misma, lloriquea.
Él tampoco quiere levantarse, pero lo hace, porque ha decidido salir
hoy a comprarme regalos de cumpleaños. Hombre adorable. Y yo, que
soy solidaria, cierro la tapa de mi cofrecito de recuerdos físicos,
y me levanto con él. En poco tiempo estoy desmintiendo los términos
de mi epifanía. Hago la cama. Hago unas lentejas para mañana. Hago
una diminuta vida social a través del chat de Facebook. Hago como
que escribo las primeras líneas de este post. Hago, hago, hago. Voy
al Corte Inglés a por leche de coco y huevos ecológicos. Voy a la
carnicería, para comprar un salchichón que le gusta mucho a Jose, y
devolverle así un poco de su gentileza. El aire de la calle me cura
la cara como si fuera un jamón de Trevelez. Y, sin embargo, si fuera
lo bastante insensata como para meterme una mano gélida bajo la
camiseta, volvería a encontrar mi precioso calor. Llegue adonde
llegue, y consiga lo que consiga, mi fabrica de tibieza y recuerdos
irá conmigo. Todo lo que vaya sumando a ese depósito de suerte será
un rendimiento neto. Y eso porque, a pesar de la letra pequeña, y de
la credulidad con que nos tragamos la gran estafa final, la vida es
un buen trato.