Abro Facebook, y al buscar la foto que da
acceso al muro de mi hermana (no sé si uso bien este idioma: en
materia de redes sociales, rozo el analfabetismo), me doy cuenta de
que la de V. ha desaparecido. Intrigada, pincho en su nombre: nada.
Un nombre vacío, como el de una lápida. Vaya. Así que, como llegó,
se fue. De manera completamente caprichosa e inexplicable. Hace unos
meses me envió una solicitud para que me incorporara a sus
amistades. Después de pasarme cinco años en el limbo de los
Borrados del Messenger, aquella solicitud no pudo sorprenderme más.
Por favor, ¿a cuento de qué venía? ¿Es que no había desterrado
mi nombre de sus listas de correo? ¿No había puesto todas las
barreras posibles para evitar que cayera en la tentación, ay de mí,
débil mujer, de intentar contactar con él? ¿No estaba blindado
hasta los dientes contra mis palabras? El caso es que acepté su
solicitud de amistad, por qué no, si no estoy entrenada para sentir
rencor, y tuve que tragarme la perplejidad de ver en la pantalla de
mi ordenador el mensaje “Ahora Silvia y V. son amigos”. ¿Así de
fácil era? Gracias, Mr. Zuckerberg *, es usted el Gran Conciliador
de nuestro tiempo.
(*Mamá, Zuckerberg es ese niñato con
cara de
tengo-un-trauma-porque-en-el-colegio-me-metían-la-cabeza-en-el-váter,
que se inventó el tinglado llamado Facebook, para superarlo)
Por supuesto que cotilleé en su muro. No
soy tan digna como para ignorar olímpicamente a alguien que me
sirvió de excusa para sufrir. Hubiera estado bien mirar su foto y
decir “anda, ¿y éste? Qué pereza de tío”. Miré, y me enteré
de poco. Su actividad en Facebook era tan pobre como la mía. En eso
nos parecemos. Supe que seguía tocando en ese grupo de gatos
desollados que tenía, lo volví a ver flaco y severo en una foto, y
he comprobado cómo, con dos palabras rácanas, se despedía de su
país. Nada más. Después de eso, desaparecido.
Yo, que soy bastante peliculera, quiero
imaginar que se ha largado nada más que con una maleta de la ciudad
a la que ambos amamos, y que ha quemado sus naves. Ha roto con su
rutina, su familia, sus amistades. Está dispuesto a fabricarse una
nueva identidad, allí donde quiera que haya llegado. Ahora mismo es
un folio en blanco. A lo mejor está paseando por una playa de arenas
blanquísimas. Los cocoteros se comban hacia la orilla, el cielo está
nublado, y él, descalzo, suelta un poco de su antigua tensión, por
primera vez tras el aterrizaje. Disfruta al saber que nadie conoce su
nombre. No hay quien se acuerde de él en esta tierra, nadie que lo
llame a su lado. Nadie que le suplique “quédate conmigo”. El
país que ha abandonado estaba podrido de pasado, inflamado,
entumecido. Aquí, en cambio, todo es futuro. Incluso él, que está
empezando a no ser exactamente joven, y que está cansado de remar y
remar y de no llegar a ningún sitio, no tiene en la nueva tierra
otra cosa que futuro.
O a lo mejor no ha sido capaz de conectar
con esa vieja utopía suya de vivir una vida más sencilla, en un
lugar tranquilo donde todavía huela a tierra, y de noche se vean las
estrellas. Quizás esté intentando trasplantar su modo de vida
habitual a una ciudad con más pulso que la suya, como si no supiera
que Lisboa tiene una cadencia lenta y única, y que las costumbres
que lleve consigo a Berlín, a Londres, terminarán por marchitarse.
Y quizás toda esta historia de Facebook
sea mucho más prosaica. Es probable que haya hecho una ronda por su
lista de amistades y, al encontrarse con mi foto, haya recordado que,
en realidad, nosotros nunca no fuimos amigos. Nos encontramos una
noche, y después nos pasamos un par de meses fabricándonos una
imagen confundida del otro, mediante cada vez menos febriles
conversaciones de Messenger. Luego volvimos a encontrarnos, y nos
dimos cuenta de que la realidad no cuadraba con esa imagen que nos
habíamos formado. Yo todavía lo recuerdo parado en el sitio donde
había ido a esperarme, después de mi viaje de siete horas: con los
hombros como dos acentos circunflejos, la cara cerrada para no
mostrar fastidio, la capucha echada, porque llovía sin ganas, y un
bigote que al principio me dio risa. Y él quizás recuerde todavía
que me vio salir de su cuarto de baño con los ojos enrojecidos, y
que, cuando me senté frente a el, me dijo que por eso mismo la cosa
no había funcionado, porque se había dado cuenta de que yo era
demasiado sensible.
Ahora yo guardo un V., fraguado en mi
memoria, que quizás no fue siempre tan injusto ni tan antipático. Y
aunque dudo mucho que me dedique la más mínima energía neuronal,
tal vez él conserve una imagen de mí que yo apenas reconocería.
Sobre estas bases, ¿cómo es posible mantener la comedia de que, al
menos en la realidad imposible de Facebook, éramos amigos?
El invento del Zuckerberg es uno de los terrenos más raros por los que he transitado en mi vida. Un par de buenas amigas me han contado historias parecidas a la de este post: apariciones y desapariciones dignas del programa del Iker Jiménez y en medio uno o dos meses de enganche vía chat, "cada vez menos febril" hasta la pérdida de todo contacto. Yo he conocido de carambola amigos íntimos de familiares cercanos o he hablado con alguien por teléfono a quien he reconocido al darme su dirección de correo electrónico: "Ah, pero si tú eres"...Qué raro, de verdad.
ResponderEliminarListilla sé quién es Mr.Zuckerberg.
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