No sé por qué echo siempre en la maleta
una rebequita de manga larga, si luego, cuando me hace falta, nunca
la tengo a mano. Tengo los hombros desnudos y un poquito pegajosos de
humedad. Juraría que también un par de tonos más tostados, después
de estar todo el día por estas calles que chorrean luz y te queman
las retinas. La geografía de esta ciudad se podría adivinar con los
ojos cerrados. Vas por esta avenida, y un chorro de aire salino te
lame la cara. Sigues andando, andando, los ojos cerrados, con
cuidado, que por aquí los coches están ya acostumbrados a la
arquitectura local, y van bastante ansiosos, y la notas perfectamente
en tu piel, la gran masa de agua junto a la que te mueves en
paralelo. Luego doblas una esquina, y la seguridad de estar en un
puerto se va desvaneciendo. Caminas ahora mar adentro, una esquina,
otra esquina, en busca de abrigo. ¡Quiero mi rebequita! Suerte que
tengo a Jose para acurrucarme, y que justo aquí empiezan las
cuestas. Hay bastante gente por detrás y por delante nuestra, gente
de la ciudad, eso se nota aunque no los escuche: van sueltos, un poco
con el piloto automático encendido. No andan fijándose como
nosotros en cada fachada, sino que se dirigen a algún sitio. Tienen
una meta. Nosotros nos dejamos arrastrar como hojas en la corriente.
Una delicia.
Empezamos a sentir ya el barullo. Un
golpeteo de tambores, amigos que se reconocen desde lejos y se
gritan. Giramos una esquina, el ruido se aplaca. Doblamos otra, y nos
llegan trocitos de melodía arrancados de no sé qué instrumento de
viento un poco demasiado folclórico. Ahora estamos solos. El río de
gente se ha deshecho en regueros, y se ve que, entre esquina y
esquina, nosotros hemos tirado por el camino menos directo a la
fiesta. No importa. Estará bien si llegamos, pero ¿y si no
llegáramos? ¿No sería también bonito quedarse en la linde de la
alegría, aquí, un poco escondidos, espiando? Huele a carbón, como
en todo el país, huele, faltaría más, a sardinas. Escuchamos la
música. E, incluso, en estas estrecheces, hay banderines de colores
tendidos entre fachada y fachada, prendidos de uno de los cientos de
cables que cosen el cielo de Lisboa. Hasta dos tímidos como nosotros
podrían marcarse aquí un baile agarrado.
Este silencio de peldaño mugroso nos
recuerda al de la mañana. Lo conocemos, lo amamos. Nos gusta
deambular por aquí de día, ¿verdad? Nos gusta Alfama porque es fea
y tierna como una abuela adoptiva. Un lugar sin alardes que se
retuerce sobre sí mismo, un lugar sin sucesos donde sólo sucede la
vida. Tan oscuro, tan marchito, que dan ganas de consolar a cada
pared desconchada. Esta mañana vimos a una mujer sentada en una
esquina, encima de una sábana extendida en el suelo, donde se
amontonaba una pila de bragas de tejido sospechosamente brillante.
Las bragas más feas del mundo, seguro. ¿A quién se le ocurre venir
aquí a montar semejante negocio? ¿Es que no se daba cuenta de que,
a cada cinco metros de fachada, había una colada tendida con apenas
tres bragas, grandes como banderas y lavadas a mano una y otra vez,
desde la Era de los Descubrimientos, por lo menos? Pero a ella no
parecía importarle, y se sentaba en el suelo como si fuera la reina
de esta esquina del mundo. Daba hasta envidia verla, absurda y
desprendida de sí misma.
Vimos también a los parroquianos de
bigote amarillo y chanclas, que a las once de la mañana empezaban ya
a arrimar sus sillas plegables a la puerta de sus tascas favoritas.
¿Así que aquí es donde se refugian las barrigas en Portugal, eh?
Los hombres, callados, uno por cada minúsculo garito, se fijan en
todo, en el operario del servicio de limpieza que riega la mugre de
las calles, en las hojas de nabo que asoman de la bolsa de esta mujer
que pasa delante de ellos, en las estúpidas sandalias con tacón de
las turistas, que no parecen darse cuenta de que esto, más que
ciudad, es una playa de guijarros. Miran, y ni beben vino ni
expresan, como si fueran gatos domésticos. Yo me pregunto a quién
se dará de comer en estas covachas, iguales unas a otros, con sus
dos mesas cubiertas con un trozo de papel, y la vitrina con dos
melones de piel muy blanca. ¿Será cada uno de estos hombres el
único cliente de cada una de las tascas? El colmo de la
especialización laboral.
Aunque en lugares viejos y estrechos como
este siempre pasa algo parecido: lo de dentro y lo de fuera se
confunde, la casa es patio, la calle, comedor, y el comercio,
familia. Es fácil ver a viejas asomándose por las ventanas. Alfama
es una especie de vecindario de robinsones, encaramados cada uno en
su casita del árbol, como si esperasen a que las aguas del Tajo,
tras el maremoto, vuelvan a su cauce. Alfama de día, viejas, viejas.
Talleres de zapateros a punto de extinguirse, y en las tiendas,
calabazas retorcidas al lado de jabón de lagarto.
¿Es que en todas las fotos de Lisboa se tiene que colar el tranvía de la línea 28? |
Pero, esta mañana, en los pocos espacios
abiertos adonde van a desembocar los callejones y las escalinatas,
había ya mesas preparadas, y por todas partes colgaban farolillos y
cintas de colores. Así que Alfama no es sólo un asilo enmarañado.
Por aquí, agazapados, deben de andar las hijas, los yernos, las
nietas cada vez menos vestidas, los niños con la camiseta de
Cristiano Ronaldo. Esta noche podríamos verlos, bailando igual que
todos los años, comiendo sardinas en las mesas largas, olvidándose,
en honor de San Antonio, de primas de riesgo y rescates. A lo mejor
hasta nos invitan a sentarnos, y nos dan un vaso de vino, y nos dejan
a nuestro aire, mirándolo todo, un poco cortados, queriendo
preguntar “ e vocè, nasceu na Alfama?”, y sin atrevernos. Eso
será si conseguimos salir de este rincón oscuro donde nos hemos
parado, igual que todos ellos, la reina de las bragas, los hombres
con camiseta sin mangas de las tabernas, las viejas que esperan la
visita improbable de algún hijo. Qué lugar tan persuasivo. Me temo
que, un año más, voy a perderme la fiesta grande de Lisboa.
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