Mientras intentamos acoplar tres pares de
brazos y piernas en un sofá, mi madre baja la voz y dice “Hoy hace
veintiocho años que murió la abuela”. Yo no respondo, pero si me
hubiera dicho que Chiquito de la Calzada acababa de bajarse de un
globo aerostático en mitad de la parcela, no me hubiera sonado tan
raro. Porque, para empezar, veintiocho años, en relación a lo que
dura una vida, es una barbaridad de tiempo. Cuando la madre de mi
madre murió, no había teléfonos móviles, e internet debía de ser
una extravagancia reservada para peces gordos de la CIA. Nadie
pensaba que reciclar fuera una obligación ética. Los salas de cine
no se apelotonaban de diez en diez en los centros comerciales. De
hecho, dudo que los centros comerciales fueran entonces los
trituradores de tiempo humano que son ahora (o que eran ayer, antes
de que a sus cajas registradoras les empezaran a crecer telarañas).
Hace veintiocho años sólo había dos canales en la tele, y ninguna
mujer de mi familia había ido a la Universidad. El kiwi era una cosa
rarísima que a lo mejor sólo se compraba en Madrid o en Barcelona,
y comprar pan integral quizás se viera todavía como cosa de pobres.
Hace tanto desde que murió mi abuela, que no puedo evitar mirar con
admiración a mi madre, y preguntarme cómo es posible que alguien
pueda llevar dentro de sí una ausencia tan larga.
Pero también la miro, y me pregunto
“¿pero cómo lo has hecho, so bruja?”. Porque llevo pensando
desde esta mañana precisamente en la muerte de mi abuelo Juan, el
padre de mi padre. Cuando sucedió, Franco todavía pescaba salmones,
y el interior de España no era un desierto, y los campos llegaban
hasta las playas, que eran mucho más anchas que ahora, porque detrás
de la orilla había metros y metros de arena, y no paseos marítimos
o bloques de apartamentos del horror, y etc, etc, que esto no es la
Wikipedia. Esta mañana mi padre fue a llevarle una bolsa de judías
verdes y fresas a su hermana María, y yo lo acompañé, con la
esperanza de que me contaran algo sobre ese abuelo al que no conocí,
y sobre la vida que pisó hace más de cincuenta años estos suelos
que yo ahora piso.
Por qué tengo esa esperanza, no lo sé
muy bien. La verdad es que la elaboración de árboles genealógicos
me parece un pasatiempo casposo, digno de ese tipo de personas que se
creen que tienen una pensión mucho más abultada de lo que la
Seguridad Social piensa que se merecen. No estoy rascando el bolsillo
de mis abuelos en busca de explicaciones a mi carácter, o de
predicciones sobre mi aspecto o mi historial médico futuros (aunque
¿debería?, porque tanto este abuelo Juan mío, como la madre de mi
madre, murieron como consecuencia de un derrame cerebral). Sólo es
que me da vértigo no saber absolutamente nada de ellos. De mi abuelo
sólo conozco una vieja fotografía de carnet, una cara como tantas
antiguas, tan parecidas entre sí que parece como si hasta los años
70 todos los españoles, achicharrados y cohibidos, hubieran sido
hijos de la misma madre. Sin esa foto, para mí es como si mi abuelo
no hubiera existido. Que es casi, casi lo mismo que decir que, sin
esa foto, es como si yo ni siquiera existiera. Porque es tan frágil
la cadena que ata a las familias. Mi padre me ha contado que en la
suya existe la leyenda de que él nació a raíz de una apuesta.
Parece ser que mi abuelo le dijo a su mujer, no sé si con más
crueldad que humor, que ella, que había parido a su segunda hija
once años antes, estaba ya muy mayor para hacer otro hijo. Y mi
abuela se picó. Si lo hubiera mandado a la mierda, mi padre no
hubiera nacido, y yo estaría flotando en el lugar donde esperan los
ávidos por nacer hasta quién sabe cuándo, quién sabe si nunca.
Cuando llegamos a casa de mi tía María,
ella todavía no se ha quitado el camisón, y tiene a una vecina
sentada en una butaca. La pobre, a esas horas no se esperaba una
visita de tres personas, mi padre, Jose, yo, demasiado abultada.
Cuando le pregunto cómo era su padre, me dice que alto. Cuando me
intereso por el nombre de pila de sus abuelos, se encoge de hombros.
Está claro que hoy no voy a recabar más historias sobre la vida de
mi abuelo que la de su muerte. Los dos, mi tía,mi padre, parecen
algo turbados. Como si estuviera removiendo las aguas del tiempo más
de la cuenta. Yo quiero historias. Quiero esas semillas que esperan,
bajo el cemento de las aceras y el asfalto que ahora las cubren, a
que alguien las riegue con un poco de atención y las devuelva a la
vida. Pero nada. Me quedaré sin saber si mi abuelo quiso ser en la
vida algo distinto a campesino, si mi abuela lo quería, o
simplemente lo toleraba, si ella se sintió desolada tras su muerte
repentina, o pudo más la rabia de quedarse sola con un niño de
trece años, y dos chicas que, gracias a dios, estaban recién
casadas.
Cuando termina la visita, me siento un
poco estafada. Cómo es posible un mutismo semejante, me pregunto,
cómo se puede uno desconectar así de su propio pasado, cómo se
puede cargar con una gente tan muerta durante tantísimos años. Me
dan ganas de darle un achuchón a mi padre y decirle por qué no me
hablas, hombre, es que no quieres que también yo guarde un poquito
de tu padre y de tu madre, y de tus años de niño. Es que no te
acuerdas de nada. Y me contengo, porque, lo he visto hace un rato, la
manera tímida, tan dulce, en que mi padre se sacaba la vieja foto
carnet de su cartera, la original raída y amarillenta, también una
copia, y cómo volvía a guardárselas, cómo cerraba la cartera como
si todavía tuviera ese dolor tan antiguo atravesado en la garganta.
Anda guapa, léete esto y verás lo que puedes sacar rascando si sabes tocar en el sitio adecuado. No preguntes por muertes, sino por "¿y tú de chica...?" y al final acabarás por saberlo todo. Besos.
ResponderEliminarhttp://www.ceconoca.org/index.php?option=com_content&view=article&id=135
Muchacho, qué tipo de periodiamarillista crees que soy? Yo no busco muertes, me las encuentro en los salones ajenos.
ResponderEliminarMe encanta tu artículo (lo de las joyas de la Romanov y los húngaros..., impagable), me hace sentir una nostalgia muy dulce. Sólo que no todo aquel al que le hagas esa pregunta que tu apuntas te va a contestar con tanta riqueza y tanta gracia. Para eso hace falta una configuración especial, y haber conservado dentro de ti todos tus años, todo lo que viste, escuchaste y oliste, como si fueran un tesoro. Parece mentira, pero no todo el mundo lo hace.
Quizás un blog que sea como una caja fuerte ayude.
Besos, bombón
No será que has empezado demasiado tarde con esas indagaciones?Aunque ahora te parezca imposible-porque tu memoria sigue siendo como un cuaderno nuevo-,muchas de las cosas que vivimos y que en su momento nos parecieron importantes,se olvidan.
ResponderEliminarQuizás les pasó a tu padre y tu tia.
Te corrijo "GENTE QUE SIGUE SIENDO".
ResponderEliminarProduce escalofríos lo poco que somos. Yo conocí a tu abuela de lejos y casi no podría decirte nada de ella. Pero es que tampoco puedo comunicarte nada de otras personas que he conocido más. ¿Qué quieres? ¿Una anécdota? ¿Unos segundos que se quedaron grabados? Iba a decir que conocemos mejor a Lorca, a Galdós, a Larra que a nuestros abuelos y bisabuelos, pero rectifico: si no los conocimos personalmente, no los conocemos y no podremos hacer nada para conocerlos. M.
ResponderEliminarY siguiendo por la senda del desconcierto, M, a la gente que conocemos ¿la conocemos realmente? ¿Hasta qué punto es comunicable la experiencia? Uff. Yo sólo quería un par de pistas, aunque fuera para imaginar.
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